En fin... más allá del desencanto de esta primavera de sol, es un nuevo día y hay que amanecer listos para el presente -sin importar cuántos retos o cuán desalentador aparezca ante nosotros. Es curioso, pero, la complejidad de nuestros tiempos nos permite vivir disímiles dimensiones de percepción y estados de ánimo. Ojalá fuera una cuestión fácil delimitar el blanco del negro, dejar afuera lo malo y solo conservar lo bueno. Al mismo tiempo, recibimos el alivio de la esperanza y convivimos con el desamparo de las atrocidades que conforman nuestro mundo. ¿Cómo es esto posible? Es como cuando un ser querido muere, al mismo tiempo, sentimos el dolor infinito de su ausencia y podemos sonreír ante un pequeño gesto de la cotidianidad.
Los seres humanos somos multidimensionales. Es muy probable que ésta sea la razón por la que, ante nuestros ojos, sean opacas las carencias que compartimos, somos y con las que convivimos de alguna manera (incluso a kilómetros de distancia). Dos personas no pueden mirar el mismo punto, desde la misma perspectiva, al mismo tiempo. Es físicamente imposible porque dos personas no pueden ocupar el mismo espacio a la vez. ¿Qué quiere decir esto? Que nunca logramos una sincronía completa e inmediata con otro ser humano. Y éste es el punto de partida para cualquier encuentro y diálogo posible. Así como, ésta es la razón por la que no existen dos seres humanos iguales. Sin importar cuánto parecido exista entre dos almas, éstas se distinguen, en forma y expresión, porque no pueden ocupar el mismo espacio en un mismo tiempo. Y mientras más se logran acercar estos tiempos y estos espacios, más cerca se sienten dos corazones capaces de latir, casi, al unísono. De ahí la magia del amor y de la riqueza de todos los afectos y relaciones que nos componen. De ahí también la distancia, a veces irreconciliable, entre dos personas que algún día estuvieron cerca, se vivieron juntas, compartieron experiencias comunes y se amaron de algún modo.
Cuando hacemos nuestro camino, son estos encuentros y sincronías las que ponemos en juego. Tanto para emprender una ruta, como para renunciar a una alternativa posible. Son, éstos, los amores que vamos dejando atrás. Son tales empatías las que no podemos forzar ni buscar. Son tales... la sorpresa misma de nuestra existencia. Al final del día, el tiempo, y el espacio conformado por éste, en que coincidimos con un ser afín, es el tiempo más preciado de nuestras vidas. Son los pequeños milagros que nos habitan.
El egoísmo es cierto desencuentro, a veces imperceptible, de tales tiempos que nos conforman cuando compartimos alguna experiencia, es decir, cuando coincidimos en eventos desde nuestras distintas perspectivas... y lo olvidamos. La generosidad es nuestra capacidad de recordar que, si bien ya estamos lejos de lo que un día fuimos y de tales coincidencias, sin tales huellas que nuestros amores dejaron en nuestro camino, no seríamos quienes somos. Dar gracias y ser capaces de hacer pequeños viajes en el tiempo para volver y abrazar a quienes conservan tales experiencias en sus corazones, es lo que nos distingue del egoísmo. Porque no temer perdernos en el pasado es lo que nos hace generosos y valientes. El presente es lo único que cuenta y nos pertenece. Sin embargo, aprender a viajar en el tiempo nos fortalece, nos brinda segundas oportunidades, incrementa nuestra posibilidad de descifrar y configurar el futuro. Nos da reconciliación y paz. Nos libera de verdad y con verdad. De otro modo, se endurecen nuestros corazones y hacemos de nuestro presente la sola tautología de nosotros mismos.
Y tú... ¿por qué no te atreves a viajar en el tiempo?
Lindo día de sol mis queridas tortugas y
que su caparazón se colme de magia
a través del tiempo...
Amén.