... inesperada.
La vida suele revelarse de formas no imaginadas, cuando se convierte en verdad. Sin dejar de sorprendernos por un instante. Como un canto que se renueva cada día al despertar. Sólo es preciso atrevernos a quitarnos la venda de los ojos y dejar de temer a enfrentar la realidad. Por muy duro que pueda parecer por momentos, dejar de mentirnos a nosotros mismos es la única manera de acariciar la felicidad.
Escuchar es un arte. No sólo guardar silencio es preciso. Es más bien el don de prestar atención a los detalles. Esos mínimos roces que iluminan todo lo se oculta tras cada máscara inventada para tratar de simular que podemos hacer de lo real sólo aquello que queremos adivinar en nuestros sueños. Las apariencias puedan, tal vez, ganar la mayor parte de las batallas entre nosotros mismos por alcanzar ser quien realmente queremos llegar a ser. Lo cierto es que la única victoria que vale la pena nombrar es la que no necesita de apariencia o máscara alguna.
Es en los momentos cruciales cuando no sólo nos conocemos a nosotros mismos, es también cuando descubrimos quién nos valora en realidad. Es decir, quien nos conoce y confía en el fondo de nuestra alma... sin titubeos. Pueda ser que las dificultades traigan como único propósito el valorarnos a nosotros mismos, valorar a otros y reconocer en quién podemos confiar. En un cálido abrazo de respeto y aceptación mutua. Sin mentiras, traiciones ni simulacros. Sin conveniencia alguna. Sin chantajes. Es cuando somos casi invisibles: cuando el rostro de los otros se desdibuja desde su propia verdad. Es cuando parece que valemos poco (nadie vale poco) que descubrimos quiénes nos quieren sin buscar beneficio alguno.
El amor y la amistad son los más preciados tesoros que podemos encontrar. Cultivar. Gozar y compartir. No importa cuántas veces nuestro corazón se rompa en mil pedazos. Cuando la honestidad, el respeto y la sincera escucha son más fuertes, no hay herida que no pueda ser sanada.
Cuando decidimos hacer nuestro propio camino (esa "senda que nunca se ha de volver a pisar") no hay pérdidas ni fracasos. Sólo triunfos y logros. Algunos imperceptibles. La mayoría tan sólidos que ninguna tormenta es capaz de derrumbarlos... mucho menos cuestionarlos. Y es entonces que nada más importa. Más que el feliz silencio de ser.
Cometer errores, incluso si pueden llegar a avergonzarnos, es una gran bendición. En cada caída hay un propósito que va más allá de la simpleza de cualquier estigma, prejuicio o superficial sentido de lo bueno. La magia de la vida habita en un espacio que trasciende todas las fronteras. Vivimos en un paradigma tan caduco... aferrándonos a verdades ya tan superadas. Entrampados en un falso bienestar que sólo siembra enajenaciones aberrantes. ¿Cuándo nos atreveremos a dar un paso al frente y comprender que necesitamos marcos de referencia totalmente renovados? No lo sé. Siento que el mundo que sueño: no lo conoceré. Pero sí sé que vale la pena cosechar en cada uno de nosotros una bella semilla de amor renovado para las generaciones venideras.
La soledad es muchas veces la mejor de todas las compañías. De ella se aprenden las más dulces lecciones de la vida. En el abrazo de uno mismo. En la certeza del abismo. En el abismo de la existencia. En el rincón más recóndito y escondido de nuestra alma... en donde sólo cabe la verdad. Ahí en donde descubrimos la bondad de lo irreverente. El consuelo de la rebeldía. Cuando muerte, ironía y locura transmutan en epifanías divinas. Y vencemos todos los temores. Forjándonos con carácter y valentía. Con amor y osadía. Recibimos el don de la vida plena. Colmados de gratitud y generosidad. Dispuestos a perderlo todo es que descubrimos todo lo que cabe en nuestras manos. Sin volver a transigir. Sin renunciar. Ni tolerar aquello que no es correcto. Recuperando para nosotros mismos el sentido de la belleza. En unidad. Con seriedad y franca humildad.
La vida nunca es lo que esperamos pero siempre es mucho más de lo que pudimos imaginar. Y es en esta inmensa brecha en donde se esconde el verdadero secreto. La magia consiste en hacer de las tragedias... destino y sonreírle a la buena fortuna que se esconde en cada uno de los tropiezos que nuestros pasos, al andar, necesitaron para aprender a volar. Mirar a los ojos y de frente el futuro, entregarnos a la sorpresa y tomar en nuestras manos el rumbo de nuestra vida. Dejando pasar todo lo que ya no existe. Con olvido, reconciliación y perdón. Con el ímpetu de las olas del mar que siempre vuelven dentro de sí para poder desplegarse con firmeza a la tierra.
El tiempo, en cambio, es un gran misterio. Se desdobla en dimensiones infinitas. Toma cuerpo en frecuencias precisas e inconfundibles... haciendo posible el espacio... el movimiento. Es irrepetible. Y nunca es idéntico a sí mismo. De él se engendra la materia y se parece más al agua de lo que llegamos a dilucidar. Probablemente... la mejor manera de comprenderlo es a través de la música. El tiempo no pasa, se repite a sí mismo... mutando a su vez: porque es irrepetible. Se aferra de aquello que lo circunda, forjando surcos casi idénticos para conservar la temperatura de su esfuerzo. Se enfría para no fundirse en el fuego y para eso necesita siempre aumentar su calor. Se desglosa en información para conservar su energía. En constante contratiempo tripartita para estabilizar su esencia. Y si la velocidad aumenta en total quietud, para preservarse, aprende a pensar. Dando luz a nuevos tiempos.
El amor, por otra parte, es simplemente un regalo. Es la posibilidad de llenar cada una de las hendiduras de nuestro sendero y cubrir el horizonte bajo el brillo del arcoiris.
Y tú... ¿a quién conservas en tu corazón?
Feliz abrazo...
lleno de magia de tortuga.
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