México DF, 19 de
octubre de 2012
Zócalo capitalino
Alaíde…
mexicana, guatemalteca, española, argentina, italiana… madre, hija, amante,
abuela, esposa, compañera, mujer… crítica de arte, poeta, feminista,
comunicadora… viva o muerta: su ausencia fue el desgarro con el cual se trazó
una errática cronología familiar. Su nombre, que esconde secretos, me remite al
presente en donde sus parientes y amigos nos seguimos convocando en aras de un
adiós que no llegó.
Con
el paso de los años, me convenzo de que fueron las huellas de su vientre lo que
la orillaron a partir y hacerse otra, con la esperanza de rescatar del polvo y
las cenizas las voces de sus hijos, la ausencia de mi abuelo, la inquietud de
su soledad que, a veces con extravío, se trasluce en las letras de su poesía.
Pero
¿quién es Alaíde? ¿La mística y espiritual que con renuncia se entrega al
destino del mundo o la activista combatiente que intentamos salvar?
Yo
la recuerdo… quizá sólo un poco. A veces siento sus manos o descubro el agudo
de su voz entre mis más profundos y meditativos sueños. La veo en mi madre, la
busco en mí, la descubro en mis letras y la pierdo en la deuda insalvable que
con ella se llevó.
Sólo
ella supo de su ser mujer, sólo ella se pertenece a esta historia que a
cachitos recomponemos y, quizá, si viva la conserváramos, tendríamos que
amarnos con honesta vocación y podríamos recordar que algún día fuimos una
familia. O, tal vez, no.
Hoy
somos lo que quedó, los sobrevivientes de una verdad que se nos ha sido negada
y se nos sigue ocultando. Yo quiero saber dónde está, qué le pasó y quién hizo
esto. Quién arrancó de nuestro corazón la certeza de la certidumbre de la vida,
quién nos condenó a esta orfandad innombrable cuya única certeza es el presente
siempre roto ante la imposibilidad del futuro. Y quiero saber también, con qué
derecho nos arrojaron a esta vida de pérdidas y ausencias en donde todo se
vuelve irreal cada vez que tratamos llegar a ser. En donde sólo el pasado nos
convoca y el egoísmo que nos habita se nutre de la soledad que nace de la
violencia de toda desaparición forzada.
Para
quienes sobrevivimos a la renuncia del amor que nos correspondía, es un enigma
incesante aprender a amar, descubrir el vínculo del apego primario, comprender
la fraternidad de la sangre, engendrar una nueva generación sin historia y sin
memoria, ser quien estábamos destinados a ser por el sólo hecho de disfrutar
aquello que somos. Lograr el oficio y el hábito. Comprometernos. Volver a casa
sabiendo que todo estará en su sitio. Pensar el mañana confiando en que nos
preservaremos del modo que se constituyó nuestro primario inconsciente, sin
percatarnos siquiera. Somos aquellos que no sabemos si lograremos tejer de
nuevo el íntimo sentido de la pertenencia que nos hace humanos.
La
ausencia de mi abuela es también la ausencia de mi madre. Su partida
intempestiva nos negó trazar una historia propia y sólo nuestra. En nuestros
diálogos de madre e hija los papeles se confunden y a veces es imperceptible
descifrar quién habla con quién, a quien le decimos aquello que nos decimos
entre nosotras y porqué tememos todo lo que callamos como si no pudiéramos
reconocernos más allá de la tragedia.
Recuerdo
a mi madre, llevando a cuestas la vida entera de una familia pulverizada, la
recuerdo esos primeros años caminando sola con un dolor que nunca pudo
compartir con nadie. La miro llorando frente a la chimenea tratando de
ocultarnos su tristeza, tratando de sobrevivir y haciéndose fuerte más allá de
sus fuerzas. Renunciando a su danza... La recuerdo ausente de sus hijos,
tratando de recobrar en su memoria la vida que perdió. Volcándose
compulsivamente hacia sus hermanos como si se hubiera negado a ella misma
volver a ser una hermana más y se forzara, incluso con angustia, a hacerse
cargo de ellos, como si así les rogara que ellos también la sostuvieran, sin
saber cómo vivirlos de otro modo. Aferrada a reproducir el escenario de lo que
fuera su hogar para preservar su lugar en el mundo. Abrazando a sus hijos con
la esperanza de llegar a reinventarnos a mil kilómetros de aquí. Sin palabras
para pedir ayuda, sin fuerzas para dejar ir el rencor por la injusticia del
presente, sin cordura para sentir la herida aún abierta que marca sus designios,
como si no supiera cómo arrancarse de estas pérdidas y volver a sentirse entera.
Como si no pudiera descifrar cómo narrase a sí misma desde otro horizonte. Desamparada
de sus hijos y triste por todo lo que tuvimos que dejar de compartir. Añorando
nuestra ausencia y extrañando nuestra voz. Viviendo en su guarida, protegida
por kilómetros de distancia y de soledad que a nadie deja traspasar, para
tratar que nada la roce: la más mínima caricia la quiebra en lágrimas y finge
su dureza con la esperanza de que cese su llanto.
Hoy
ella, Laura, tras el trámite de un pasaporte vencido, cual si tuviera que
encarnar su historia una y otra vez, atrapada en aquello que fue todo lo que
desapareció hace más de treinta años, recibe un golpe más.
Y
es a ella, a su hija, a quien quiero honrar en este homenaje para Alaíde. A
quien le dijo adiós, mientras yo jugaba en el piso con impaciencia, en aquél
aeropuerto al cual tuvo que acudir corriendo hace quince días porque su
compañero murió en su otra tierra y hoy con temor y angustia siente todo
removerse dentro de sí, para volver a sostenerse, huérfana de todo lo que quiso
preservar y dialogando con el vacío de una historia familiar que a todos nos
pertenece por igual, aún cuando ella renuncie a ocupar el duelo que le
corresponde. Afortunados quienes pudieron estar lejos y tener la distancia de
los años para sanar, porque quienes estuvimos ahí esas primeras horas, días y
años, sosteniendo lo único que quedó, sin derecho a descubrir qué habríamos
querido para nosotros si nada de esto hubiera pasado, somos extraños, e incluso
incómodos, en el presente de las nuevas familias Solórzano y Foppa que se
construyen y conservan al margen del ayer.
Yo
sé que mi abuela partió tras una buena causa y que eso hace de ella un ícono de
valentía, espero que nuestro dolor y su ausencia nos brinden los frutos de
justicia que ella persiguió. Y espero que su memoria logre descansar con
alegría en el corazón de mi madre para que podamos engendrar futuro sin temor y
para que dejemos de reproducir una y otra vez el imaginario trágico y doloroso
de una encrucijada que ha dejado de existir, para que aprendamos a cuidarnos y
vivir con serenidad y dicha. Para que reinventemos el horizonte de significado
de esta historia y logremos también forjar una familia al margen del ayer. Así,
abrir el espacio para una nueva generación por llegar, un nuevo ser que nazca
libre de esta condena y que pueda descubrir la felicidad que a nosotros nos ha
sido postergada. Por eso quiero justicia. No nos gusta ser víctimas, sabemos
que la vida es algo que cada quien debe construir con sus propias manos y que a
lo largo del camino lo que cuenta son las sonrisas del presente y no las
lágrimas del ayer. Por eso, quiero que mi madre se dé la oportunidad de
reinventarse más allá de Alaíde, para yo poder vivirme más allá del dolor que
tan violentamente la marcó.
Creo que éste es el mayor homenaje que le
puedo brindar a mi abuela.
Alaíde…
Junto al viento del mar te marchaste
y en tu olvido te llevaste el sol…
Con fe,
la luna consuela tu ausencia
y el día repite tu adiós.
Tiempo es
de recuperar nuestro mar,
de recuperar nuestro mar,
bajo el sol…
de un viento de luna;
abrasado de paz.
Sin adiós ni partida
sin temor del futuro
sin temor del futuro
sin rencor ni memoria
con amor y perdón.
Muchas gracias.
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