Algunas veces el camino abre ante nuestros ojos... verdades. Una vez que esto ocurre, estamos obligados a tomar decisiones.
Cuenta la historia de la momia encantada que ésta sólo se aparecía cuando quería causar daño a alguien. La momia encantada era una princesa que renunció a su bondad para robar el corazón de un buen guerrero. Con engaños y hechizos lo condenó a vivir atado a su vida. Todo lo que él tocaba, ella se lo arrebataba, para poder controlar su voluntad. Le ocultaba el mundo para que él no aprendiera a vivir sin ella. Lo enfermaba con brujería para que él dependiera de sus cuidados. Y mandaba matar a toda aquella mujer que pudiera despertar el verdadero amor en él.
Esta princesa, solitaria y calculadora, se extravío de su destino por temor a interrogarse a sí misma. Sintió pereza de trazar su propio camino, de tomar sus propias decisiones, se dejó llevar por otro destino y después robó lo que nunca le perteneció. Gracias a la bondad del guerrero, hubo una vez que el hechizo se quebró. El guerrero vio la luz y supo apartarse de la asfixiante sombra de la princesa. Desde entonces, ella es una momia. Dura por dentro, tiesa por fuera. Rígida en su corazón. Y con el rostro estirado, sin un sólo gesto de emotividad. Sin un sólo rasgo de generosidad. Llena de pretensiones y falsos estatus. Depredadora hasta de sus propias entrañas. Quizá por ser esclava de sus propias dudas e inseguridades.
Pasó un ciclo de luna entero y, un día de melancolía sin sol, el guerrero sucumbió nuevamente, al descubrir que había albergado una falsa ilusión. Que aquella luz fue apenas un reflejo de lo que se le anticipaba y que, al dejarse deslumbrar por la verdad, no reparó en que no había llegado su luz verdadera... aún cuando dichoso y afortunado: sí abrazó con verdad la luz.
Confundido, extraviado por una soledad que le era desconocida. Perdió su calma, se impacientó y corrió a rogarle a la hechicera de su vida que lo tomara de vuelta en su regazo, a sabiendas de que vivirían por siempre en las tinieblas. Quizá su dolor fue tan profundo que no se percató de que la princesa se había convertido en momia. Trató de resarcir los dolores que le ocasionó, de todas las formas posibles. Trató de renunciar a los designios de su corazón. Y trató de enmendar su alma por haberse atrevido a caminar hacia su verdad. Sin saber que ella, su momia encantada, que se arropa de la sombra de la culpa, sólo buscaba venganza.
Una vez que hemos arriesgado la vida por una verdad... si perdemos... nos es difícil recuperar la certeza de nuestras propias verdades. A veces, preferimos sólo arrepentirnos de nuestras valentías y renegar de nosotros mismos, por la herida en nuestro orgullo de haber perdido en la batalla del amor. Pero esto es imposible, el sino de la auténtica audacia es que, una vez que supiste entregarte a la verdad y venciste el temor de perderte en el abismo del amor, quedas obligado a recuperar el valor para volverte arriesgar por lo que sabes que es correcto. No por lo que el arrepentimiento te dice que es mejor.
Y ésta... mis queridas tortugas... es la más grande disyuntiva que un ser humano puede tener. Reconocer que, aunque perdió la primera vez, no estaba equivocado. Y como prueba de vida, el destino te regala nuevamente para ganar todo lo que una vez sentiste perdido, gracias a la certeza de que tus actos fueron correctos.
Y tú ... ¿qué ganas cuando pierdes?
Linda tarde... felices tortugas.
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