Los procesos de reparación que la humanidad ha inventado para establecer condiciones de justicia una vez que un ser humano ha lastimado o violentado de forma alguna a otro ser humano son procesos que siguen en constante interrogación. Hemos intentado todo tipo de medidas sociales de control, contamos con cárceles, educamos a través de castigos y la ley prohíbe conductas que conllevan sanciones. Al mismo tiempo, el sistema de justicia se teje de recovecos en donde las voluntades ejercen su libertad más allá de la enmienda de los comportamientos. El sistema educativo fracasa en su intento por inculcar costumbres que impidan las agresiones entre los seres humanos. La cultura conserva y estimula la normalización de la violencia en hábitos sutiles y no tan sutiles. Y seguimos estando expuestos a dañar o ser dañados como parte de nuestra convivencia social.
Una vez que se establece un parámetro de justicia o reparación, surgen controversias sobre si fueron medidas adecuadas, si el castigo fue suficiente o excesivo y se disputa la medida sobre la cual podemos establecer penas proporcionales a los actos cometidos en aras de equilibrios entre el mal ocurrido y el bien perjudicado. Una dificultad mayor aparece cuando abrimos la lente de la justicia y reconocemos el rostro humano tanto de las víctimas como de los perpretadores.
Me ocupa la condición de la víctima, quien vive un proceso doble, al mismo tiempo que afirma su vida en su situación de agravio, necesita reconciliar este agravio, justicia o no justicia mediante, para lograr iniciar su proceso de reparación y resarcimiento. Ante lo cual, ella misma debe reconocer su situación de vulnerabilidad y alzar la voz en su defensa, a través de la vívida narrativa de su experiencia. La verbalización del dolor y el constante señalamiento sobre los responsable no pueden, sin embargo, apoderarse de toda su identidad. Una vida que se oprime desde la afirmación del daño sufrido, oprime consigo la posibilidad de sanación y el desafío de trascender su propio sufrimiento una vez que se atreve a apropiarse de su destino, no como algo pasivo y paciente, sino como un ejercicio de libertad y autonomía.
La silente víctima tampoco es una aproximación hacia lo justo, por el contrario, es un estado mucho más precario en donde se reprime, se disocia, se olvida y se niega, de inicio, el mal que se padece. Este silencio social, de miedo, de vergüenza, de incomprensión, puede ser más nocivo que el daño mismo.
Si bien, ante este primer momento de vulneración total -una vez que una persona ha sido víctima de algún tipo y modo de violencia- la sola afirmación, que corre el riesgo de atraparse en la retórica obsesiva o compulsiva, no es suficiente y muchas veces, cuando enfocamos todo el esfuerzo de nuestro clamor por justicia hacia el castigo de los responsables, impedimos o interferimos de modo alguno el proceso de restauración vital de las víctimas. Tampoco un severo castigo a los responsables de violentar a otro ser humano garantiza la sanación y el resarcimiento de quien ha sido afectado. Todo lo cual encierra muchas paradojas en nuestra vocación por lo justo y por el respeto a la dignidad humana.
Una manera de repensar la justicia puede ser admitiendo procesos de conciencia más complejos tanto para quien sufre el daño como para el responsable. En donde ni unos ni otros puedan quedar condicionados a la imposibilidad de replantearse la afirmación de su vida desde otras experiencias ni verse impedidos de aprender a vivir de otra manera.
Poder arriesgar un poco más nuestra creatividad para descifrar el significado de la justicia, cuando se trata de compensar el daño que se pueden causar unos seres humanos a otros, es poder amar la vida que cada uno es con generoso perdón.
Y tú ... ¿cómo mides la justicia?
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