Los terremotos suelen cimbrar los cimientos de todo aquello que creíamos era tierra firme. No todos los terremotos hacen temblar la tierra. Existen las hecatombes de la razón, del alma y del corazón. Aquellos cruces en el camino que hacen que nuestra conciencia se expanda y, con ella, nuestra libertad.
Las contracciones de estas emociones, que devienen en un carácter más firme, ocurren, primero, en nuestra musculatura cerebral y, en consonancia, se expresan en el sistema nervioso y en los órganos involucrados con éste. El corazón hace un gran esfuerzo para restituir el fluir de nuestra sangre en una nueva sintonía.
Tales emociones pueden ser igualmente dolorosas como dichosas. Las grandes alegrías también conmocionan nuestro cuerpo a dicha escala. Y en cualquier caso, el resultado es un estado de mayor alegría...al menos, mejores condiciones para disfrutar nuestros días felices. En conclusión...tras toda tormenta: llega la paz.
Por eso, debemos alegrarnos incluso de nuestras tristezas. Renacer a nuestras pérdidas más profundas es un estado de gracia, en el cual descubrimos no sólo cuán fuertes somos...también, crecemos en cuanto a quién queremos ser.
Tales momentos críticos abren ventanas para restaurar daños pasados, para corregir conductas, para ejercer nuevos hábitos. Éste es el renacimiento que anuncia toda convalecencia. Y el dulce sueño que logra, al fin, ser un descanso reparador. Tras el esfuerzo de vida que nuestro camino nos regala.
Pequeñas muertes se suceden en medio de este hacernos libres.
El desvelamiento de una verdad, que pone en evidencia una mentira oculta a nuestra vista, fragmenta la unidad de nuestro pasado que habita nuestro presente. Y si bien, puede haber casos de alivio, ante una corrección de nuestros sentidos. Las más de las veces, esta experiencia se acompaña de desolada decepción. Ante nosotros mismos por haber sido ciegos. Ante quienes confiamos por haber sido engañados.
¿Por qué duele tanto la mentira? ¿es solo orgullo? ¿vanidad acaso? Más bien pareciera que es indignación ante nuestra propia vulnerabilidad. De ahí que nos resistamos tanto a desengañarnos de nuestras falsas certezas y prefiramos contarnos el relato que mejor cohesione nuestro pasado. Esto nos permite ser quienes somos en el presente y confiar en el futuro. En definitiva, nos es más intuitivo resistirnos a morir.
Pero la ética, las más de las veces, es contraintuitiva. Quizá esto es lo que de verdad la distingue de la moral. La moral anida las certezas del presente. La ética forja un futuro cierto. Abre abismos de libertad. Rompe con todo aquello que prevalece inerte. Se ocupa de forjar un carácter. De hacer lo correcto. La moral nos hace buenos...la ética nos vuelve sabios. La bondad se compromete con la realidad de un modo que no se satisface con la cohesión del relato. Se exige a sí misma actuar con verdad.
Y ésta es la preciada libertad que se expande en cada nuevo comienzo. Para la cual, cada día conlleva tal nacer nuevo. En donde afrontamos la vida en su certeza sensible. Y el presente deviene el correlato entre un pasado capaz de cohesionarse con nuestro futuro. Una secuencia continua que no necesita simulacros para existir. Un presente sin mentiras. Sin miedo. Con alegre sonrisa. Abrazo espontáneo. Sin juicio.
La única manera de perseverar en nuestros caminos trazados es asumir el presente en libertad plena. Esto no quiere decir que cada día es una ocasión para las grandes decisiones, menos aún, para terremoto alguno. Quiere decir que cada día es la ocasión para comprometernos, con verdad, con aquellas decisiones ya tomadas. Asumiendo que el acontecer nos depara sorpresas (alegres o tristes) ante las cuales no podremos excusarnos. Pues cuán generosa es la vida, generosos debemos ser nosotros para expandir nuestros caminos, nuestra conciencia y nuestra libertad. Y entonces... el futuro se desdibuja solo, por sí mismo, sin más esfuerzo que la suave mañana al despertar.
Y tú ¿prefieres la ética o la moral?
Buenas noches hermosas tortugas.
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