...cuando se enlazan con la soledad de la amistad.
La amistad y el apego de las relaciones elegidas a lo largo de la vida se caracterizan por ser libres y gozosos. Cuando las almas se unen tras descubrirse mutuamente, nace un genuino reconocimiento y respeto. En el seno de la complicidad y la confidencia, se tejen relatos, vivencias, sonrisas, secretos, coincidencias, certezas, alegrías, festejos y todo lo que acompaña el hallazgo de los nuevos descubrimientos. En las amistades se nutre un amor único: el enamoramiento de la escucha en donde de manera mucho más libre se entrega el cariño, la comprensión, el tiempo en común. A diferencia del amor profundo de pareja en donde esta entrega te conmueve despojándote de tus límites, invitándote a ser de otra manera, a vivir una completud que solo en el abrazo de nuestro ser amado podemos descubrir, a disfrutar placeres únicamente posibles en sintonía con tu tortuga gemela; placeres que abren el sentido de tu vida hacia realidades antes incomprensibles o inimaginables. De ahí la aparente esclavitud de los grandes amores, de ahí la aparente libertad de las grandes amistades.
En contraposición, el encuentro de la amistad va sembrando sus ataduras casi imperceptiblemente, aquella primera complicidad de luz se vuelve condescendiente, y la falta de altos contrastes evaden la objetividad de los relatos que se comparten, de ahí su valor edificante que con el tiempo nos merma y nos impide crecer si sucumbimos ante el falso respeto por el otro y preferimos callar aquello que somos.
El encuentro del amor en cambio nace de esa conciencia de la diferencia, se alimenta de la libertad, se complementa, por lo que, una vez que el entusiasmo de la sublime sintonía se cifra en un nuevo equilibrio de vida, la relación amorosa se convierte en la fuente del mayor respeto, en donde la entrega es siempre un acto renovado de voluntad, en donde sin merma se aprende a crecer. A menos que nos conformemos con hacer de este espacio, de deseo y plenitud, el nido seguro de una nueva amistad, renunciando al placer de la pasión capaz de arriesgarse a sí mismo por el otro.
Y no es que debamos valorar los amores de vida sobre el amor de nuestra vida ni que podamos compararlos en forma alguna, por su distinta naturaleza cualquier valoración entre ambos es definitivamente inconmensurable. Siento que todos nuestros amores son indispensables para explorar la genuina solidaridad, la mágica posibilidad de sentir con otros, de conocer otros mundos de las mentes humanas y de no perder la posibilidad de maravillarnos ante la excepcionalidad de la vida. Estas formas de querer nos remiten a espacios muy diversos de nuestra existencia con lo cual logramos instrumentar musicalmente todo aquello que somos más allá de nosotros mismos. Y a lo largo de la vida, son estas experiencias compartidas las que definen el color de todos y cada uno de nuestros recuerdos. Memorias compartidas que nos regalan la certeza de conservar pedazos de nuestro inaprensible pasado. Como si, a manera de álbum fotográfico, se trazaran dimensiones paralelas en donde estas historias y anécdotas persisten y nos mantienen unidos a todos entre sí. Más allá de toda temporalidad. Conectados a través de nuestros recuerdos y cifrados toda vez que fuimos tocados por un encuentro.
No hay amor ni amistad que nos pueda arrebatar de nuestra íntima sentencia de soledad, en tanto humanos somos, y ése es el único límite para el respeto por el otro: nuestra infranqueable intimidad. El circuito propio de nuestra identidad temporal, el cual sólo se preserva a través de la unicidad de nuestro ser en la inmediatez de cada latido de vida. De ahí que, cuando un par de soledades se entrelazan por amor y por amistad, todo el universo se recomponga para abrir caminos al sin fin de identidades compartidas que nos regala la convivencia humana.
Y tú ... ¿cómo te enamoras?
Hasta mañana amorosas tortugas.
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