Ser niña, ser niño, son experiencias que todos compartimos. No todas las infancias son igualmente felices, ni todos los hogares seguros. Si bien la infancia es un invento de la modernidad, ser niños es parte de nuestra condición humana. El debate sobre todas las implicaciones al respecto del respeto de los derechos humanos de niñas y niños va desde las garantías mínimas de bienestar, hasta el reconocerlos como personas con capacidad de decisión y con preferencias que deben ser escuchadas y respetadas, pasando por la toma de conciencia de que bajo ninguna circunstancia pueden ser sujetos de maltrato y, no solo eso, de que su desarrollo es una cuestión prioritaria, con necesidades propias, por lo que hemos desarrollado diversos recursos pedagógicos y debates sobre cuál es ésa mejor forma de cuidar, proteger, educar y garantizar el desarrollo de las niñas y los niños.
La infancia no necesariamente es ese lugar donde habita la pura inocencia. El ser personas en desarrollo implica una clara conciencia de sí mismos, el aprendizaje de sus responsabilidades y derechos, así como la interiorización de la norma moral y afectiva de la cual depende la contención de su actuar en el mundo como seres humanos. La infancia es también el momento en donde aprendemos la diferencia entre lo bueno y lo malo, reconociendo en nosotros mismos nuestra capacidad de dañar o descubriendo en nuestras vivencias la posibilidad de ser dañados, abusados o abandonados. Y para muchos la infancia es el lugar para hacerse grandes sin haber sido niñas, sin haber sido niños, pasar del breve sustento y cuidado para convertirse en una persona que debe asumir responsabilidades de adultos, sin siquiera recibir las bondades del cariño incondicional y la ternura de todo nacimiento. Sin vivir una infancia plena, con la urgencia de improvisar su sobrevivencia en un mundo sin paz, sin amor, sin justicia, sin derechos. Niños adultos, que cuidan de otros niños, que se ganan el sustento para alimentarse a sí y contribuir con sus familias. Almas desamparadas que deben aprender a defenderse como único modo de vida posible.
La falta de sensibilidad ante la magia que implica cada vida nueva que nace a la infancia nos da muestra de la mayor atrocidad de nuestro tiempo: el abuso sexual infantil, la trata infantil, la explotación infantil, el reclutamiento infantil, la migración infantil... la cosificación de la infancia como moneda de cambio, valor de uso, recurso disponible, arma de guerra, fuerza de descarga y objeto de negociación política.
No es aceptable tal normalización de la violencia. No puede haber justificación alguna (ni en este mundo ni en ningún otro mundo posible) para que miles de familias abandonen a su suerte a sus niños y los arriesguen a la aventura de la migración ilegal como medida de último recurso, como forma de sustento, como acción de presión para no perder los beneficios de una situación migratoria que forma parte de sus aspiraciones sociales. No es posible que niñas y niños tengan asumir la responsabilidad de decidir tomar tales riesgos, cuando su condición por definición implica que son decisiones que no están a su alcance, que son consecuencias que no tienen porqué afrontar. La responsabilidad compartida de los órganos de Estado ineficientes para conciliar los intereses de una vida igualmente digna para todos con las prerrogativas de la libertad y la voluntad de todos sus ciudadanos no es tampoco una excusa plausible para tal abandono.
Los padres, los operadores de Estado y todos quienes cometen algún delito en contra de niñas y niños al considerar una opción de forma de vida su uso, maltrato y abuso, comparten la misma responsabilidad abismal del horror que propician, han hecho posible y reproducen con un poder expansivo jamás antes visto, ni las armas, ni las drogas, ni ningún otro tipo de negocio perverso se compara con la deuda insaldable que tendremos todos que afrontar ante la imposibilidad de encontrar una solución adecuada para convivir y subsistir humanamente, ante la imposibilidad de construir el mundo que nuestras niñas y niños merecen y necesitan.
Algo hemos hecho muy mal: al menos 50 mil niños son almas desamparadas a su suerte, sin contar otros miles a lo largo y ancho de nuestra geografía humana. Yo llamo a rendir cuentas a sus padres, a los Estados y a quienes se organizan en torno a un modo de vida fuera de la ley. Porque de todas nuestras impunidades, ésta es, por mucho, la más dolosa.
Y tú... ¿crees que son las niñas y los niños quienes deben afrontar tales responsabilidades?
Fuerte abrazo con magia de tortuga...
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