Aprender a vivir solos es una aventura de vida. No siempre elegida, a veces circunstancial o temporal y, otras veces, un modo de vida en sí mismo.
Como toda aventura, tiene encantos y desencantos. Y es una experiencia que se vive por etapas. Al principio puede suscitar temores o puede ser motivo de gran entusiasmo. Pero en cualquier caso es un gran paso de vida. Concentrémonos en el entusiasmo, el cual suele ir acompañado de mi primer comedor, mi primer refrigerador, mis primeros platos, mis primeros vasos; sean objetos nuevos, regalos o herencias, empieza una conciencia de nuestra identidad a partir de nuestro espacio vital, en el cual queremos cifrar algunos de nuestros sueños. La lámpara que siempre quise tener... y detalles tan simples, como las toallas del baño, toman una nueva realidad en nuestras vidas. O también puede ser la reapropiación de un espacio que dejó de ser compartido, dejó de ser el de la pareja, el de la familia, el de los hijos, el de los padres, en fin, cualquier situación bajo la cual pasamos de vivir con otra u otras personas a vivir solos.
Vivir solos es un proyecto de vida, cifrado bajo distintas circunstancias, y una vez que nos vemos inmersos en nuestro propio espacio: el primer extraño que descubrimos es nuestro silencio. Un silencio que solo es interrumpido por nuestros pensamientos, nuestra música, nuestra voz al teléfono, el acompañamiento de un televisor, el deleite de la lectura o la inspiración de la escritura (en mi caso) y, con ello, el descubrimiento de un sinnúmero de nuevas actividades que empezamos a recrear: el hábito por las plantas, por ejemplo. La vocación de algún arte. El compartir con los animales. Algún ejercicio, la meditación, tejer, cocinar, decorar, pintar, cantar. Procurar nuestro territorio de todo aquello que valoramos como bello. Algunas personas son más prácticas y no ocupan tanto tiempo a tales espacios, prefieren desenvolver este silencio fuera de casa, salir a correr, habitar la ciudad de tantas formas como ésta nos lo ofrezca. Hacer del hogar el resguardo del descanso tras las arduas jornadas laborales y vivir con más desapego su relación de identidad personal con su espacio de casa. Y hay quienes disfrutan haciendo de su hogar el lugar de reunión de los amigos, con las puertas abiertas y la invitación a que cada quien deje una huella de sí cifrada en nuestras paredes.
Dentro de los encantos... está la total independencia y libertad de ser. La única persona a la que podemos molestar es a nosotros mismos y también nace un nuevo respeto hacia nuestra intimidad e interioridad, en donde tampoco nos permitimos perturbarnos. No necesitamos guardar consideraciones de ningún tipo para usar el baño, la cocina, establecer nuestros hábitos de higiene, nuestro horario de sueño, somos el único sensor al ruido que nosotros mismos suscitamos. Podemos pintar las paredes del color que más nos guste, sin diálogo alguno. Darnos los espacios que necesitamos para desenvolver nuestras emociones. Sentir la paz de la existencia. Y al no tener testigos, aprendemos a reconocer nuestros sentimientos de un modo diferente. Descubrimos una nueva mirada al confrontarnos con el espejo. Pero cuando volteamos... no podemos escapar a la certeza de que estamos solos.
Y entonces, empiezan a aparecer los desencantos. La primera gripe en la que nadie nos trajo un té. El primer festejo en que no hubo un abrazo al amanecer. La primera feliz noticia con quien no pudimos sonreír. La primera pérdida con quien no pudimos llorar. La primera vez que el refrigerador se quedó vacío y nos faltaban las fuerzas para salir a la calle a proveernos de nuestras necesidades básicas. La risa en medio de una buena película que no pudimos compartir. La añoranza de aburrirse en compañía y romper la rutina. Y un sin número de eventos que empiezan a vaciar ese espacio vital que tanto hemos tratado de llenar de nosotros mismos. Una cena deliciosa y un suave vino que disfrutamos solos, con la nostalgia de poder mirar otros ojos y cansados de nuestra mirada en el espejo. Y nace un nuevo extrañamiento de nosotros mismos. Nos invaden nuevos y añejos desamparos. Acompañados del cansancio de vivir entre nuestros pensamientos sin otra voz que nos acreciente, nos refute, nos enseñe, nos comparta. El inmenso vacío de la plenitud del yo.
Al descubrir las dos caras de esta moneda, nacemos a una nueva decisión. En concordancia, con que en cualquier momento un evento aleatorio puede irrumpir y abrir los caminos hacia nuevas convivencias, tenemos la posibilidad de elegir cómo lidiar con el estar llenos y el estar vacíos en nuestro propio espacio. Y apenas en este instante, es cuando empezamos a aprender a vivir solos, es aquí cuando la verdadera aventura comienza. Cuando el entusiasmo y la novedad se agotaron, cuando la profundidad de nuestra soledad llegó al fondo de sus posibilidades. Y en este pasaje de vida, descubrimos una de las más bellas certezas que un ser humano puede experimentar: compartir es la recompensa última de cifrar nuestra identidad personal. Comprometernos con otros seres humanos es lo que da sentido a nuestra independencia. El propósito de ser libres es poder dialogar con otra voluntad.
La decisión que aparece ante nuestros ojos no es menor. Es como la encrucijada del sabio. O huimos, o morimos, o nos volvemos locos, o somos "sabios" y aprendemos a ser felices con esta nuestra realidad de ser en soledad. Sin clausurar que no siempre viviremos solos, pero asumiendo que, aún si fuera el caso, estamos enteros y satisfechos con nuestro modo de ser, con nuestro proyecto de vida personal. Y ocurre una bella reconciliación en donde el dolor de tal vacío desaparece como por arte de magia. La primera vez que fui mi propio consuelo, la primera vez que me cuide a mí mismo cuando estuve en cama, que me festejé a mí mismo, la primera vez que tuve la mejor cita conmigo mismo, la primera vez que aún estando cansado de ser el único habitante de mi hogar pude vencer el tedio y acrecentar la apropiación de mi espacio. No se trata de un estado pasajero, ni de una salida de resignación acompañada de ideas delirantes de fascinación. Es simplemente, una nueva completud. Y si hemos atravesado este camino hasta estas experiencias, hemos no solo aprendido a vivir solos, hemos también alcanzado la madurez para abrir nuestros espacios y empezar a compartir nuestro proyecto de vida en una nueva aventura, la aventura de vivir con alguien que amamos. Descubrimos la delicia de ceder todo nuestro territorio a una nueva identidad. Y sin percatarnos, empieza una dulce espera y la bella ilusión de dejar esta etapa atrás. Si es el caso de que lo que se anhele es una pareja, una familia, hijos. Pero si no es el caso, o este tiempo ya ha quedado atrás, es probable que lo que nazca es la dulce espera y la bella ilusión de vivir feliz lo que nos reste y morir en total plenitud.
Sea cual sea el espacio que tiene esta etapa de aprender a vivir solos en nuestra historia vital, ya que hay quienes no lo descubren sino hasta el ocaso. O a quienes les basta vivir enamorados de su proyecto de vida y su compartir con otros no implica vivir con algunos de estos otros, o quienes han hecho votos porque han entregado su vida a propósitos espirituales. Lo importante es alcanzar la completud de nuestra plenitud, no temer al lado vacío de nuestra plenitud, pues al final del camino hay una luz tan brillante que todas las incertidumbres, esfuerzos y dolores se olvidan por completo.
Y tú... ¿crees que es valioso aprender a vivir contigo en soledad?
Un pleno abrazo de completud con magia de tortuga.
Feliz fin de semana...
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