Con el paso del tiempo, al ritmo de nuestros distintos procesos de crecimiento, cambiamos significativamente. Yo soy una filósofa de esencias primordiales, de verdades y realidades. Muy lejana a los delirios foucaultianos que tanto han dañado el sano crecimiento de nuestras sociedades: envueltas en ilusorias hermeneúticas, atadas al lenguaje del dominio, atadas a comunidades cerradas de interpretación que solo se complacen a sí mismas, ligadas a clandestinidades perversas (valga la redundancia), subsumidas en el egoísmo y capaces de juzgar (y sojuzgar) la diferencia con inhumana crueldad, bajo el argumento de que así lo dijo Foucault... "éste es nuestro único modo de ser" -es el decir de quienes se consagran al imposible de hacer verdadero el pensamiento reflexivo del sociólogo francés, aspiración que, por cierto, él no tuvo.
A través de estos cambios, nos interpretamos e reinterpretamos, y todas nuestras relaciones humanas cambian acorde con tales transformaciones. No porque lo dijo Foucault, sino, más bien, porque la naturaleza de nuestra condición humana es de tal índole. El curso aleatorio de estos eventos, en constante existir, nos extraña de nosotros mismos, nos extraña de otras personas. De pronto, una mañana, los diálogos parecen estar agotados, clausurados, e incluso nuestros seres, que fueran cercanos, se tornan en completos desconocidos para nosotros.
El primer impulso es la ira, la rabia, el desprecio, el enojo, la furia, la cólera, el insulto, el grito, la intolerancia, todas expresiones de odio, ante la impotencia de no encontrar la sintonía que algún vez nos permitió conversar con encanto y respeto. Tras el desencanto de nosotros mismos, tras el descubrimiento de los nuevos rostros que nos acompañan, llega la reflexión, el entendimiento, el autoconocimiento, la paciencia, la aceptación, el respeto y con estas experiencias: el arrepentimiento.
Pero ¿de qué nos arrepentimos? ¿de habernos vuelto otros? ¿de no conciliar el gesto de los otros? ¿de cambiar y transformarnos? ¿de que los demás cambien y se transformen? ¿de no ser quien queríamos ser? ¿de que ser quien elegimos nos obligue a renunciar a quienes amamos? ¿de que nuestros afectos nos sacrifiquen sin más? ¿de crecer? ¿de que nuestros amigos crezcan? Cuál es ese sentimiento de pérdida profunda que anida cuando nuestros afectos se trastocan y transforman, e incluso mueren. Cuál es esa muerte dentro nuestro que nos cuesta tanto dejar atrás, o que nos atrapa con censura y nos impide abrazarnos. Cuál es esa distancia que nos abre las puertas a nuestra impenetrable soledad. Esa soledad inasequible a nosotros mismos. Ese arrepentimiento que se alimenta de la culpa. Esa culpa que despierta nuestra agresión. Esa violencia que nos evade de todo dolor. Ese dolor que solo el perdón puede sanar. Ese perdón que destrona toda nuestra soberbia. Esa soberbia que nos deja indefensos e inútiles ante el amor. Ese amor que nos acrecienta sublimemente.
No hay razón para arrepentimiento alguno. Dialécticamente, es ante tales certezas de inmenso extrañamiento que descubrimos las verdaderas razones que nos ligan unos a otros. Descubrimos con ellas, nuestro indivisible y único ser. Forjamos con fuerza nuestro propio carácter. Y es por esto, que crecer no debe acompañarse de lamento ni culpa alguna. La fe en el modo correcto de ser es el único camino de regreso a nuestros afectos, al verdadero amor, a la franca amistad, al mutuo entendimiento, a recobrar la confianza extraviada, a renovar nuestros votos de humanidad.
Y tú... ¿vives entre desconocidos?
Dichosa semana de paz, tortugas de mar.
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