lunes, 16 de julio de 2012

verdad y reparación



La Ley General de Víctimas, aprobada por la Cámara de Diputados y por el Senado de la República, misma que se encuentra en espera de ser publicada, incluye garantías para el Derecho a la Verdad con lo cual establece que las víctimas “tienen el derecho a saber las causas que generaron el daño sufrido, las circunstancias que lo propiciaron y los responsables del mismo” , de tal manera que se reconoce el derecho de las víctimas “a saber y para ello a que ésta elija la vía que usará para tal fin: proceso penal, mecanismos de derechos humanos, mecanismos transicionales, o cualquier otro que se establezca de forma permanente o ad hoc”. Es decir, que una vez que la víctima sabe la verdad puede elegir libremente  de qué manera proceder para que se lleve a cabo el proceso de justicia que corresponda al daño sufrido por ésta.

La negativa de la oficina presidencial de publicar en tiempo y forma una Ley debidamente aprobada por ambas cámaras legislativas es una negativa al ejercicio de la verdad. Dado este contenido específico de la Ley, en donde se ocupa sobre el derecho a la verdad, esta negativa es también una negativa a asumir responsabilidades en torno a las garantías de verdad y reparación a las cuales está obligado el estado mexicano de acuerdo con su mandato y de acuerdo con los estándares en materia de derechos humanos que en nuestro país son de orden constitucional.


Preocupa mucho a quienes deben afrontar estas responsabilidades de estado que, en materia de derechos humanos, se ganen espacios y se sumen voluntades para exigir las medidas de reparación que corresponden a todas las personas víctimas de algún tipo de violencia de estado. La insistencia del ejecutivo en acotar el ámbito de las personas víctimas sólo a quienes han sido víctimas del delito y del “crimen organizado” es una estrategia por minimizar las responsabilidades de las autoridades ante los abusos cometidos contra la población y un distractor de la atención puesta sobre la violencia generada sistemáticamente por las autoridades hacia los efectos colaterales de esta violencia de estado; tratándonos de convencer, como una forma de justificar sus propios abusos, de que la responsabilidad ante las víctimas recae sobre quienes están organizados para llevar a cabo acciones al margen de la ley y de que la autoridad no hace otra cosa que defenderse y protegernos de inmensos y poderosos monstruos. El arraigo es un claro ejemplo de esta dinámica de uso de la fuerza como mecanismo de control de la autoridad, ante su incapacidad por gobernar con base en un sistema de desarrollo económico y social adecuado para la realidad que conforma y define a nuestro país.

Estos efectos colaterales son evidentes en todas las prácticas al margen de la ley y se recrudecen a medida que se agotan los recursos de la fuerza pública y armada para, ingenuamente, reducir los índices de violencia. La violencia, por definición, genera más violencia. Y lo que en una ecuación matemática puede ser un punto de saturación que permite empezar a revertir las inercias de este tipo de conductas nocivas para el desarrollo de la comunidad y la paz social, en la vida de las personas, en la realidad misma, se traduce en barbarie ya que no es posible alcanzar el hartazgo de las prácticas de la violencia sin antes pasar por los más terribles horrores de la brutalidad humana. De ahí que lo que tenemos hoy es un escenario cruento y sangriento que se normaliza en nuestras vidas cotidianas como si no pasara nada cada vez que leemos el periódico y escuchamos las cifras de muertos, desaparecidos y torturados, como si se tratase de una estadística más o de números vacíos que adornan nuestras conversaciones de café. Y sobre el que no se nos habla con verdad para no encarar las deficiencias de las estrategias de control sobre las prácticas ilegales.

Es importante distinguir, por un lado, el ámbito primordial de responsabilidad del estado, incluso cuando los perpetradores de la violencia contra las víctimas no sean agentes del estado. En tanto, es a causa de la incompetencia de las autoridades para garantizar el estado de derecho que se quiebran los ámbitos de legalidad. Una de estas incompetencias es el mal uso del monopolio de la fuerza del estado. Incrementar las policías y militarizar las calles no inhibe ni corrige las deficiencias previas, si bien, se vuelven recursos de última salida ante la falta de instituciones capaces de gobernar en condiciones de paz, justicia, legalidad y verdad.

La insistencia del gobierno federal por disfrazar las verdades que componen las diversas realidades del país encuentra eco y resonancia en su falta de compromiso político con las víctimas de violencia y en particular su falta de sensibilización ante las víctimas de violaciones graves de derechos humanos. Esta intolerancia ante las prácticas de justicia que caracteriza muchas de las decisiones del gobierno de Felipe Calderón suma esfuerzos a una estrategia de fuerza y represión que se niega a aprender los caminos de la justicia y de la razón.

Observemos con más detenimiento las implicaciones del derecho a la verdad como medida de reparación para poder poner en perspectiva la gravedad de esta postura unilateral del estado mexicano ante sus obligaciones legales en materia de protección a víctimas y derechos humanos.

Imagínese usted que un día regresa a su casa tras su jornada laboral y no encuentra su casa. Toma su camino habitual, en el transporte que acostumbra y, una vez que cuenta con llegar a la puerta de casa, dada la localización que conoce de manera automática y natural, no está su casa. No existe tal sitio, como si se lo hubiera tragado la tierra. No hay otra cosa en su lugar, ni siquiera un espacio vacío. Todo el entorno es idéntico, nadie le responde sobre qué pasó, consulta con vecinos, amigos, personas que sabían de ese lugar, lo conocían y visitaban, pero no saben nada, se incomodan ante la inverosimilitud del hecho, algunos sienten temor y fingen que no hubo alguna casa ahí y todos empiezan a olvidar lo que pasó por lo desgastante que es tratar de comprender lo indescifrable, hasta que las personas se cansan de su demanda y angustia, fomentan la percepción de que seguro usted miente o exagera y, cuando acude a una autoridad para saber qué pasó con su casa, el funcionario público le dice que ahí nunca hubo una casa y le advierte que tendrá que tomar medidas si insiste en comportarse delirantemente al afirmar mentiras. En este punto, qué anhela usted más ¿saber la verdad o recuperar su casa? Qué pérdida es más profunda ¿la pérdida de su casa o la pérdida de la credibilidad sobre lo que usted sabe que es cierto? Y ésta, mis queridos lectores, es la razón por la cual la verdad sí repara, sí garantiza justicia y sí sana los efectos psicosociales que adolecen a toda víctima de violencia.

Tenemos un estado que prefiere ocultar los hechos para proteger a quienes los cometen y a la población, como una suerte de padre que en aras del bien de sus hijos manipula la información que les brinda y los protege de sus propias verdades, o de las realidades que conforman el mundo, o los trata de proteger del pasado que él mismo fue para ocultar los actos que no pueden encarar como parte de sí mismos y con la esperanza de que esto impedirá que sus hijos cometan los mismos errores. Hay miles de razones por las cuales los padres mienten a sus hijos creyendo que los cuidan y protegen, así como el estado arremete con todo su poder y les miente a los ciudadanos para protegerlos y salvarlos de los propios abusos que él comete contra ellos, siendo estas mentiras un abuso, más, perpetrado contra nuestra ciudadanía adulta, a la cual se nos sigue tratando como párvulos sin consciencia. Lo cierto es que quienes sustentan el poder mienten para protegerse ellos mismos y para librarse de dar la cara a la ley cuando les corresponde. Cada vez que se nos niega el derecho a la verdad se legitima la impunidad como práctica cultural y violencia normalizada.

Tenemos una cultura de mentir para proteger, para ejercer el poder, para dominar y someter, para decidir en nombre de los otros. En este sentido, tenemos una cultura que adolece de locura y que normaliza la violencia con mentiras por miedo a enfrentar quiénes somos en realidad y tomar acciones sobre la posibilidad de vivir o actuar de otra manera. Nos convencemos de que sin la fuerza y el castigo no hay paz ni justicia y la mentira se vuelve el componente que permite vivir en este engaño que nos niega nacer a una humanidad libre. Tememos la verdad porque ante ella se nos niega el control y el dominio sobre la voluntad de las demás personas y todavía no hemos aprendido a respetar la libre voluntad de cada uno de nosotros.

El derecho a la verdad hace resonancia en este respeto a nuestra dignidad humana. Somos igualmente dignos en tanto igualmente libres de decidir lo que queremos y el único límite de esta voluntad está dado por la ley. La función de la ley es garantizar que nuestros actos libres no sometan la libertad de ningún otro ser humano. Sin verdad no hay libertad. Quien ha sido víctima de una violación de derechos humanos debe poder resarcir la verdad narrativa de los hechos que le violentaron, tanto en su memoria, como en su comprensión vital, para lo cual no se le puede negar esta verdad. Ya que sin esta pieza narrativa, que le da cuenta de qué fue lo que le pasó y que le permite redefinirse después de cada experiencia que vive, este ser humano se encuentra roto, preso, fracturado dentro de sí mismo, atemorizado, sin fuerza para consolidar su voluntad en el marco de la realización de un proyecto de vida. Una persona a la que se le niegan las verdades que la compone es una persona que vive extraña de sí misma, habitada por un desconocido y con la herida abierta del pedazo de su alma que le ha sido arrebatado. El ser sometido a tortura y luego ser sometido a que se niegue la verdad sobre los hechos de la tortura de la que fuimos objeto es vivir condenado a la tortura. Es una violencia que no cesa y un daño que no se puede reparar.

El derecho a la verdad es cordura, es paz, es justicia, es la certeza de que los hechos que componen mi vida son reales, de que los hechos que componen mi memoria existen en tanto remiten a datos concretos que se pueden compartir y cotejar. El derecho a la verdad es la posibilidad de concatenar la narrativa de mi historia de vida conforme a lo que realmente ocurrió. La garantía del derecho a la verdad me garantiza que puedo pedir que los responsables de la violencia a la que fui sometida asuman sus actos y las responsabilidades legales de los mismos, precisamente, porque sé cuáles son estos actos, quién los llevó a cabo, cómo se cometieron, en dónde, quiénes estuvieron involucrados y quiénes los ocultaron, si fuera el caso.

Esta verdad y esta paz es la que nos niegan cuando, sin excusa, se posterga la publicación de la Ley General de Víctimas.


Y tu ... ¿qué verdad necesitas para reparar las cicatrices de tu alma?



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