jueves, 25 de octubre de 2012

para Alaíde y su hija Laura... de una de sus nietas


México DF, 19 de octubre de 2012
Zócalo capitalino

Alaíde… mexicana, guatemalteca, española, argentina, italiana… madre, hija, amante, abuela, esposa, compañera, mujer… crítica de arte, poeta, feminista, comunicadora… viva o muerta: su ausencia fue el desgarro con el cual se trazó una errática cronología familiar. Su nombre, que esconde secretos, me remite al presente en donde sus parientes y amigos nos seguimos convocando en aras de un adiós que no llegó.

Con el paso de los años, me convenzo de que fueron las huellas de su vientre lo que la orillaron a partir y hacerse otra, con la esperanza de rescatar del polvo y las cenizas las voces de sus hijos, la ausencia de mi abuelo, la inquietud de su soledad que, a veces con extravío, se trasluce en las letras de su poesía.

Pero ¿quién es Alaíde? ¿La mística y espiritual que con renuncia se entrega al destino del mundo o la activista combatiente que intentamos salvar?

Yo la recuerdo… quizá sólo un poco. A veces siento sus manos o descubro el agudo de su voz entre mis más profundos y meditativos sueños. La veo en mi madre, la busco en mí, la descubro en mis letras y la pierdo en la deuda insalvable que con ella se llevó. 

La deuda de un hogar que quedó a la deriva de disputas y arbitrarios recuerdos, una mesa que quedó vacía de saberes, ocupada por copas sin fondo que se niegan comprensión, solidaridad y perdón, rodeada de sillas en donde ya sólo se alberga la terca vanidad.  Una mesa que se cubre con el desamparo de la letra muerta; aquella que sólo nombra lo que no existe, como quien se aferra al pasado y se salva de la verdad de su presente. Habitada por fantasmas que temen encontrar a una Alaíde verdadera, de carne y hueso, tan imperfecta como virtuosa: Inaprehensible ante nuestro recuerdo y rebelde ante el designio de nuestro relato.

Sólo ella supo de su ser mujer, sólo ella se pertenece a esta historia que a cachitos recomponemos y, quizá, si viva la conserváramos, tendríamos que amarnos con honesta vocación y podríamos recordar que algún día fuimos una familia. O, tal vez, no.

Hoy somos lo que quedó, los sobrevivientes de una verdad que se nos ha sido negada y se nos sigue ocultando. Yo quiero saber dónde está, qué le pasó y quién hizo esto. Quién arrancó de nuestro corazón la certeza de la certidumbre de la vida, quién nos condenó a esta orfandad innombrable cuya única certeza es el presente siempre roto ante la imposibilidad del futuro. Y quiero saber también, con qué derecho nos arrojaron a esta vida de pérdidas y ausencias en donde todo se vuelve irreal cada vez que tratamos llegar a ser. En donde sólo el pasado nos convoca y el egoísmo que nos habita se nutre de la soledad que nace de la violencia de toda desaparición forzada.

Para quienes sobrevivimos a la renuncia del amor que nos correspondía, es un enigma incesante aprender a amar, descubrir el vínculo del apego primario, comprender la fraternidad de la sangre, engendrar una nueva generación sin historia y sin memoria, ser quien estábamos destinados a ser por el sólo hecho de disfrutar aquello que somos. Lograr el oficio y el hábito. Comprometernos. Volver a casa sabiendo que todo estará en su sitio. Pensar el mañana confiando en que nos preservaremos del modo que se constituyó nuestro primario inconsciente, sin percatarnos siquiera. Somos aquellos que no sabemos si lograremos tejer de nuevo el íntimo sentido de la pertenencia que nos hace humanos.

La ausencia de mi abuela es también la ausencia de mi madre. Su partida intempestiva nos negó trazar una historia propia y sólo nuestra. En nuestros diálogos de madre e hija los papeles se confunden y a veces es imperceptible descifrar quién habla con quién, a quien le decimos aquello que nos decimos entre nosotras y porqué tememos todo lo que callamos como si no pudiéramos reconocernos más allá de la tragedia.

Recuerdo a mi madre, llevando a cuestas la vida entera de una familia pulverizada, la recuerdo esos primeros años caminando sola con un dolor que nunca pudo compartir con nadie. La miro llorando frente a la chimenea tratando de ocultarnos su tristeza, tratando de sobrevivir y haciéndose fuerte más allá de sus fuerzas. Renunciando a su danza... La recuerdo ausente de sus hijos, tratando de recobrar en su memoria la vida que perdió. Volcándose compulsivamente hacia sus hermanos como si se hubiera negado a ella misma volver a ser una hermana más y se forzara, incluso con angustia, a hacerse cargo de ellos, como si así les rogara que ellos también la sostuvieran, sin saber cómo vivirlos de otro modo. Aferrada a reproducir el escenario de lo que fuera su hogar para preservar su lugar en el mundo. Abrazando a sus hijos con la esperanza de llegar a reinventarnos a mil kilómetros de aquí. Sin palabras para pedir ayuda, sin fuerzas para dejar ir el rencor por la injusticia del presente, sin cordura para sentir la herida aún abierta que marca sus designios, como si no supiera cómo arrancarse de estas pérdidas y volver a sentirse entera. Como si no pudiera descifrar cómo narrase a sí misma desde otro horizonte. Desamparada de sus hijos y triste por todo lo que tuvimos que dejar de compartir. Añorando nuestra ausencia y extrañando nuestra voz. Viviendo en su guarida, protegida por kilómetros de distancia y de soledad que a nadie deja traspasar, para tratar que nada la roce: la más mínima caricia la quiebra en lágrimas y finge su dureza con la esperanza de que cese su llanto.

Hoy ella, Laura, tras el trámite de un pasaporte vencido, cual si tuviera que encarnar su historia una y otra vez, atrapada en aquello que fue todo lo que desapareció hace más de treinta años, recibe un golpe más.

Y es a ella, a su hija, a quien quiero honrar en este homenaje para Alaíde. A quien le dijo adiós, mientras yo jugaba en el piso con impaciencia, en aquél aeropuerto al cual tuvo que acudir corriendo hace quince días porque su compañero murió en su otra tierra y hoy con temor y angustia siente todo removerse dentro de sí, para volver a sostenerse, huérfana de todo lo que quiso preservar y dialogando con el vacío de una historia familiar que a todos nos pertenece por igual, aún cuando ella renuncie a ocupar el duelo que le corresponde. Afortunados quienes pudieron estar lejos y tener la distancia de los años para sanar, porque quienes estuvimos ahí esas primeras horas, días y años, sosteniendo lo único que quedó, sin derecho a descubrir qué habríamos querido para nosotros si nada de esto hubiera pasado, somos extraños, e incluso incómodos, en el presente de las nuevas familias Solórzano y Foppa que se construyen y conservan al margen del ayer.

Sobrevivir a la desaparición forzada de Alaíde no es tarea sencilla para quienes la conocimos y fuimos parte de lo que era su vida el día que tomó aquel avión. [Nada de lo que aquí narro es algo que no se pueda documentar en los casos y la teoría sobre la desaparición forzada, sus secuelas, la afectación psicosocial y el daño implicado. Comprenderlo no lo hace más sencillo de vivir pero sí te reconcilia con los espacios incomprensibles de tu historia en donde algunos de tus afectos están atrapados y te impiden mirar para adelante.]

Yo sé que mi abuela partió tras una buena causa y que eso hace de ella un ícono de valentía, espero que nuestro dolor y su ausencia nos brinden los frutos de justicia que ella persiguió. Y espero que su memoria logre descansar con alegría en el corazón de mi madre para que podamos engendrar futuro sin temor y para que dejemos de reproducir una y otra vez el imaginario trágico y doloroso de una encrucijada que ha dejado de existir, para que aprendamos a cuidarnos y vivir con serenidad y dicha. Para que reinventemos el horizonte de significado de esta historia y logremos también forjar una familia al margen del ayer. Así, abrir el espacio para una nueva generación por llegar, un nuevo ser que nazca libre de esta condena y que pueda descubrir la felicidad que a nosotros nos ha sido postergada. Por eso quiero justicia. No nos gusta ser víctimas, sabemos que la vida es algo que cada quien debe construir con sus propias manos y que a lo largo del camino lo que cuenta son las sonrisas del presente y no las lágrimas del ayer. Por eso, quiero que mi madre se dé la oportunidad de reinventarse más allá de Alaíde, para yo poder vivirme más allá del dolor que tan violentamente la marcó.

Creo que éste es el mayor homenaje que le puedo brindar a mi abuela.



Alaíde…
Junto al viento del mar te marchaste
y en tu olvido te llevaste el sol…
Con fe,
la luna consuela tu ausencia
y el día repite tu adiós.

Tiempo es
de recuperar nuestro mar,   
bajo el sol…
de un viento de luna;
abrasado de paz.

Sin adiós ni partida
sin temor del futuro         
sin rencor ni memoria
con amor y perdón.



Muchas gracias.            


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