lunes, 1 de julio de 2013

el corazón también duele...

La violencia tiene infinitas vías.


Probablemente, la más nociva es la que no se ve. La que deja huellas que nada puede curar. La que lastima los sentimientos nobles. La que juega con la verdad. La que se distancia y, desde la perversión, goza el daño que causa. La que se regocija en su poder. La que miente. La que engaña. La que tortura. La que mata el alma...

Y es la que menos se combate, la más permisiva y permitida. Son formas de vida que se fomentan imperceptibles y que dejan el corazón herido ante la sin razón de la maldad.


Esta es la historia de los monstruos de la violencia. 

Había un vez... una semilla mágica. Había sido guardada durante veinte siglos en un cofre cubierto de perlas. Era la semilla de una flor que tenía el don de brillar como un estrella, y si prestabas un poco de atención y te acercabas a ella... de sus hojas brotaba música. El hechizo de esta semilla fue que debía pasar muchas vidas en espera de ser plantada y una vez en tierra firme, debía pasar muchas pruebas para ser lo suficientemente fuerte y al fin brotar desde la eternidad para que su brillo no pudiera ser apagado por veinte siglos más. 

Los dioses la colocaron justo a tiempo en el lugar que había esperado por ella. Y de pronto... una sombra la encontró. Esta semilla que no conocía la furia ni el odio, brotó a la tenue luz de esta sombra que tanto la oprimió y su brillo nunca descubrió.

La sombra venía de la guerra. Traía consigo venganza y rencor. No conocía el perdón y no gustaba del amor. Sorda ante la música. Ciega ante el sol. Estaba convencida de que debía salvar a la semilla, oprimiéndola.

La sombra tenía una misión, someter a la semilla a cinco monstruos.

El primero, la indagación. Una y otra vez acorraló a la semilla interrogándola hasta hacerla desvariar. Dejándola hablar y hablar y hablar, sin diálogo, sin repuestas, sin genuinas dudas sobre cómo descubrir su belleza. Y se tendía complaciente y con gesto incómodo. Poderosa se postraba viendo naufragar a la semilla, sin tenderle siquiera un suspiro de aliento, empatía, respeto o amistad. Simplemente, desdeñando su verdad.

El segundo, el engaño. Jugaba con su ingenuidad inventando pequeños y grandes engaños, sólo para verla desesperar, la trataba como si fuera una niña indefensa, acorralándola y burlándose de ella, para disfrutar hacerla enojar y regodearse al molestarla. Autocomplaciente e hiriente, postrándose una vez más, en su poder.

El tercero, la falsa anticipación. Susurraba falsas sorpresas muy cerca de la semilla y luego con desdén negaba todo regalo, todo abrazo, todo beso. Solo prometía para dejarla vulnerable, a la espera de aquello que la sombra sabía: nunca iba a pasar. En medio de la anticipación, la hacía creer que como la semilla no hacía lo que debía hacer se le era negada una y otra vez la sorpresa prometida. Y plácidamente la sombra fingía enojo para atormentarla, cuando dentro suyo solo se regodeaba, una vez más: en su infinito oscuro poder.

El cuarto, el abandono. Indiferente, no le dirigía la palabra. Largos silencios, no respondía al saludo de la semilla. No contestaba sus misivas ni se interesaba por lo que le ocurría. Ignoraba sus relatos... era déspota ante sus proyectos. Impedía que las raíces brotaran, ahogaba sus frutos y marchitaba su flor. La dejaba morir en soledad, presa de sí misma, alimentándola de desesperanza, angustia y desolación.

El quinto, la deslealtad. Con desconfianza fraguaba a sus espaldas planes que la excluían por completo. Con infiel placer, quitaba de la semilla vida para ofrendarla en otras tierras y cosechar lejos de ella, lo que de suyo le pertenecía a la magia de la semilla. Con cínico disimulo, se ocultaba y mentía. Robaba la luz de la semilla para disimular el brillo que la tiniebla de su sombra le impedía poseer por sí misma. Regalaba, con traición, el logro de la semilla, sin contarle a ella de su valía y convenciéndola de que no tenía nada que ofrecer. Le arrebataba sus sueños para cumplirlos sin ella. Imitaba sus planes sin compartir el placer de llevarlos a cabo. Tomaba su aliento para dar vida a hojas muertas. A la vez que sometía y sofocaba la bondad y el amor de la semilla.


Al mismo tiempo, esta semilla así como sucumbía frente a cada monstruo, ponía a prueba el carácter y esencia de esta sombra. Que Dios posó frente a ella bajo el encanto del verdadero amor. Trataba de descifrar, a través de cada monstruo, el alma que habitaba esta sombra, quién aprisionaba su bondad, porqué necesitaba maltratarla de tal modo. ¿Por qué? Incesantemente... se preguntaba ¿por qué? Le parecía irreal, improbable, inverosímil, que tanta maldad fuera posible. Se culpaba a sí misma, tratando de exculpar a la sombra del dolor inmerecido que le infligía. Se sobreponía con la esperanza de que en su próximo encuentro... la sonrisa aparecería, el respeto, un gesto tierno, el amor, el abrazo, el beso, la complicidad, la amistad, la confianza, la honestidad, la verdad, la palabra cumplida, la empatía, la charla, el deleite, la música y el baile, la cómoda y suave cotidianidad, el compartir... de pronto surgieran de las cenizas de la sombra y un ángel de amor le confesara, con humilde disculpa y generoso perdón, que ninguno de estos monstruos era real. Que el mal se había marchado para siempre, que todo había sido una pesadilla, un paréntesis en el tiempo y no un hábito, una excepción y no una esencia. Pero la semilla desaparecía, perdía su brillo, extraviada de los dioses guardianes y lejos de su caja de perlas. Presa a merced del capricho de una sombra.

Esta sombra, extraviada en el egoísmo complaciente de querer controlar todo, nunca supo que los cinco monstruos que reproducía eran su propia prueba de vida. Y poco tenían que ver con el brillo mágico de la semilla. La semilla era solo un espejo generoso en el cual las almas podían verse a sí mismas, de ahí su brillo, y en eso consiste su magia. En realidad, era la sombra quien necesitaba ser liberada de sus tinieblas.

Quizá la sombra nunca entendió... que la semilla no debía ser salvada. Pues era bella y estaba entera, tal y como la encontró. Sólo debía: ser amada. Y ese amor, sin disimulos... sería el que podría brillar por veinte siglos más.


Y a ti ... ¿qué monstruos te habitan?



Triste inicio de julio... sin magia ni tortuga. 
¡Un abrazo de esperanza 
para que renazcan nuestros caparazones!





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