lunes, 16 de noviembre de 2009

la liebre y la tortuga

Entre dos grandes montañas, una de cobre y una de plata, se encuentran una liebre y una tortuga. Ambas en busca de la montaña de oro. La primera vez que se vieron, se reconocieron amigas... como si siempre hubieran estado juntas -claro! no sabían que íban hacia el mismo lugar.

Al poco tiempo de juntas caminar, la liebre se empezó a impacientar por la lentitud de la tortuga. Y la tortuga se empezó a lastimar ante la brusquedad de la liebre. La liebre: ágil y veloz. La tortuga: reflexiva y asertiva. ¿Cómo podrían compartir el sendero sin violentarse?, finalmente, ambas tenían razón. Sólo un poco de humildad y respeto lograría recuperar los resquicios de un diálogo franco. Sin embargo, la liebre es tan rápida que sólo puede apreciarse a sí misma en el espejo, con la certeza de que su valía está por encima de todos los demás. Y la tortuga, siempre rezagada, descubre en cada uno, de quienes van por delante de ella, un ser único e irrepetiblemente hermoso, pero ella sólo puede mirarse en el espejo a través de los otros, como si su valía estuviera por debajo de todos.

En medio de esta travesía, cada una perdía la fortaleza de la montaña que la antecedía, aquélla tierra que les daba fortaleza y autoestima, como si huérfanas quedaran en el camino hacia el oro prometido. Mientras más se acercaban, más opaco se veía el camino.

Un día, llegaron al reino del camaleón y éste les confesó que no había oro. Que todo era un truco para atraer a los animales hacia su montaña, la que en realidad era de carbón, pero como se trataba del reino del camaleón, con ayuda de la luz del sol y un poco de agua, él podía engañar la vista a la distancia. Era, entonces, para liebre y tortuga, tiempo de volver.

Pero ¿a dónde? se preguntaron y ¿cómo? si ambas estaban exhaustas de tanto pelear. La liebre decidió ganar camino y correr lo más rápido que podía, entre dientes agradecía liberarse de la lenta y enfadosa tortuga. Íba cantando, ríendo, brincando, en su paso, conoció muchas amigas, todas la entusiasmaron y se sentía cada día más importante, más grande, la única y mejor de todos los seres que habitaban esas tierras y era muy muy feliz. Se olvidó de la tortuga y recuperó su montaña de cobre, instauró un nuevo reino y todos los animales profesaban su credo.

En este reino, sólo había tiempo para correr y atropellar, nadie podía conversar con calma, nadie podía pensar dos veces antes de correr ni preguntar ¿por qué corrían o hacia dónde íban? Ganaban más y más medallas cada día, en competencias que repetían toda la jornada como única meta. Y muy pronto fueron la montaña más famosa alrededor. Así, la liebre ganó no sólo su montaña, ganó la admiración de todo quien a ella se acercaba.

La tortuga, en cambio, tras mucho meditar... guardada en su caparazón hasta haber recuperado su alma y su aliento, decidió explorar nuevos caminos y llegó a un manantial rodeado de orquídeas de oro y plata, agua nítida y un canto de paz, rodeado de aves bellas y bondadosas y en la orilla: una bella tortuga que la invitó a fundar un reino de amor. En donde cada quien lleve en sí mismo una montaña y alcanzar su propia meta sea su más grata recompensa. La tortuga agredecida de haber encontrado un pequeño paraíso y de haber disfrutado cada uno de los caminos que la llevaron hasta él, sólo podía sonreír, bailar y cantar de la mano de su amado. Sin prisas... entregada a la vida como si volviera a nacer.


Y tú ¿qué montañas quieres alcanzar?

Buen lunes mis amigas tortugas.




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