domingo, 26 de octubre de 2014

México... sin reconciliación.

Los ciclos de la historia se alimentan de diversos romanticismos. La nostalgia de los tiempos pasados, la añoranza de mejores días por venir, los daños no reparados, las promesas no cumplidas, el horror, la violencia, el trabajo, el esfuerzo, el desarrollo, el saber y los acelerados cambios culturales. 

Parece no haber salidas unívocas cuando tratamos de comprender qué pasa en México. Más difícil parece encontrar soluciones adecuadas para la complejidad que hoy nos caracteriza. A la par de indicadores, análisis, conformismos, inconformidades, reclamos, cursos de acción, posturas políticas, tragedias y violencias. No hay un solo camino hacia el cual todos queramos dirigirnos. Los personajes políticos se desdibujan ante sus propios excesos y se nos olvida mirar hacia quienes trabajan con convicción y con honestidad. ¿Existen tales personas? 

Si miramos un poco hacia atrás, hace tres años, al menos, que ya conocíamos los horrores que al fin en estos días estamos dispuestos a enfrentar sin vendas en los ojos. Tanto los poderes del Estado, como la sociedad. Unos más indignados que otros. Unos más agotados que otros. Unos más comprometidos que otros. Pero todos despertando ante los infortunios que conforman nuestra realidad. Para algunas personas no es suficiente la respuesta de quienes tienen el poder en sus manos de tomar las riendas del curso de los acontecimientos y lograr soluciones verdaderas para erradicar la impunidad y librarnos del abismo de la violencia normalizada en nuestro cotidiano existir. Para algunas personas tampoco es suficiente la expresión de la sociedad, su capacidad de indignación y movilización en concordancia. Nada parece ser cierto y ninguna certeza posible. Sin embargo, para mí, estamos mejor que hace tres años y todavía nos falta camino por andar, para reconstruir nuestro país en latente efervescencia. Sin necesidad de recurrir a más violencia.

Si miramos más atrás, hace veinte años, no imaginaríamos las atrocidades de nuestros días, más que en referencia a la guerra sucia, o a los procesos revolucionarios que forjaron nuestra institucionalidad hace más de un siglo. El crimen organizado, y las manifestaciones radicales de la fuerza por parte de personas al margen de la ley, con causa o sin ella, han puesto en evidencia que los seres humanos siempre pueden ir más allá de cualquier imaginario, recrear situaciones de barbarie como formas de vida, inventar dinámicas irracionales e inhumanas en aras de la destrucción de sí mismos. La pregunta que a todos nos compete hoy es ¿cómo construir una realidad diferente? Una realidad que se base en la confianza entre nosotros, en nuestras instituciones, en nuestro presente y en nuestro futuro. 

Son diversas las causas (y "culpas") que podemos acuñar para explicar lo que ahora vivimos, cuentas pendientes no saldadas en nuestro registro histórico, ausencia de perdón y hambre de venganza. Inequidades, ineficacias e impunidad. Y el rencor es hoy nuestro peor consejero. Yo percibo un país en pugna histórica que no quiere ceder de sí para cambiar. Exigimos a nuestros gobiernos que por arte de magia, en contra de las manecillas del reloj, nos den respuestas y nos digan lo que queremos oír, aún cuando somos sordos a cualquiera de sus señales. Pues venimos cargados de discursos revolucionarios de rompimiento. Soñamos con nuestra primavera árabe. Queremos que aquí pase lo que pasa en otros países. Nos gusta juzgar maniqueamente a nuestra clase política. Siendo permisivos y condescendientes con quienes consideramos afines a nuestro pensar. Siendo crueles y persecutorios con quienes representan a nuestros enemigos ideológicos. Olvidando que somos un mismo país y que, lamentablemente, la respuesta no está en otros países, pues somos nosotros los únicos capaces de inventar nuestra propia historia. Darnos permiso de ser diferentes para comprender lo que ocurre a nuestro alrededor también de una manera diferente.

La movilización civil se afirma como bastión del quinto poder y guarda en su seno los mismos excesos de todo poder. Sitúa de un lado a los buenos y pone frente a sí a los malos con ansías de aniquilación, sin nadie que lo cuestione, sin frenos ni límites, sin mesura. Yo reafirmo mi posición en cuanto a que debemos ser capaces de interrogarnos a nosotros mismos y aprender a ir en consonancia con el presente. Dejar de reproducir la cultura del enemigo. Y dejar de apelar a los símbolos históricos e ideológicos que nos conforman para ser capaces de aportar soluciones a la emergencia que nos aqueja.

Estamos entrampados en el hostigamiento heredado que desconfía de todo lo que aparece. Acostumbrados a la suspicaz mezquindad que prejuzga a todos a quienes piensan diferente. Marginamos a nuestros opositores ideológicos con un fuerte veto moral, como quien cree tener la única voz verdadera. Nos arropamos de la arrogancia que no sabe renunciar a sentirnos los únicos dueños de la voz de la disidencia. Nos conformamos con la falsa dialéctica que se afirma en el lado negativo, vacío de contenidos propios, cuya única supuesta verdad existe mientras se afirme la existencia de sus contrincantes. Renunciamos a nuestra libertad de crear. Estamos deshabituados a las prácticas de paz. Concebimos la vida como una lucha infinita, en donde ya solo nos reconforta seguir luchando, olvidando vivir.

Somos herederos de una violencia normalizada en donde solo los modos de vida corruptos pueden ser posibles. Somos reproductores de tales violencias, por temor y por coacción, y nos permitimos a nosotros mismos cometer los mismos excesos a los que decimos combatir. Existe un falso combate a los autoritarismos, cuando quienes se autonombran libertarios son igualmente autoritarios. El aprendizaje histórico se convierte en una celda en la cual estamos obligados a revivir el pasado al pie de la letra, ser adoctrinados desde la infancia sobre los valores y las personas que debemos venerar, sin tomar en cuenta que lo grandioso de tales precedentes históricos que construyen nuestra identidad comunitaria no es el aferrarnos a sus formas, por el contrario, lo que nos corresponde es volvernos verdaderos actores históricos. Ser los héroes de nuestro tiempo, logrando romper las inercias que nos determinan, renombrando nuestras causas, reinventando nuestros ideales para el futuro, construyendo nuevos modos de vida. Aspiraciones todas de quienes logran inmortalizar su nombre a través de los siglos.

Los derechos humanos no deben tomarse con poca seriedad por parte de los representantes del Estado. Y las voces que claman verdad y justicia deben encontrar respuestas contundentes, no solo en el caso de Iguala, no solo ante la matanza de Tlatlaya. La vida debe recuperar su valor y su esplendor en todos los rincones de nuestro país. Pero nosotros, como ciudadanos, debemos poder reconocer que las cosas pueden cambiar. Mirar al pasado inmediato y comprender que el horror que se ha venido sembrando y cosechando, no es nuevo. Lo que sí es nuevo es poder señalar culpables, ver conmoverse a las instituciones. Y leer en los nuevos discursos una voluntad sin precedentes. Por eso tales discursos deben ser capaces de convertirse en nuevas realidades. No dejarse abrumar por la tibieza de un orden legal que solo busca legitimarse a sí mismo, sin aspirar a trastocar hasta sus últimas consecuencias la corrupción que inunda de lavado de dinero todo el entramado de la legalidad, el tráfico de drogas que corrompe todos los tejidos sociales de la comunidad, la trata de personas que pervierte todos los espacios públicos y privados de nuestra cotidianidad. La migración ilegal en la que habitan todos los horrores. Las carencias de medios económicos que nutren de desesperación y desesperanza nuestro despertar cada mañana. Las injusticias e inequidades que roban el sueño de nuestro futuro.

El crimen organizado y todas las acciones fuera de la ley, tanto de los agentes del Estado como de los grupos organizados bajo la forma de algún tipo de guerrilla u organización ideologizante, deben ceder de sí, erradicarse, reconvertirse en modos de vida diferentes. Pues no hay discurso que justifique la ausencia del estado de derecho en tales prácticas tan corrosivas para nuestra posibilidad de crecer y vivir en paz. Ningún odio se puede permitir. Ninguno de nosotros debe considerarse con derecho destruir. El resentimiento y las deudas históricas no abonan nada en este complejo mapa de violencia que nos constituye. Queremos que las instituciones funcionen, que todos quienes conforman el Estado hagan su trabajo como es debido. Que el pacto por México se haga una realidad más allá del papel, las formas y las negociaciones de poder. No nos conformaremos con chivos expiatorios ni con una política del maquillaje. Pero tampoco debemos estar conformes con hacer de la juventud y de los estudiantes carne de cañón para confrontar intereses creados de otra índole, aprovechándonos de su vigor y fuerza sin encauzar en ellos prácticas democráticas. Ya que mientras con violencia exijamos tales cambios, será difícil permitir que tales cosas sucedan. 

Odiar a Peña Nieto es fácil. Reconforta, nos victimiza, encauza nuestra frustración, nos vuelve sujetos a merced de su autoridad. Legitima nuestras violencias y nuestras prácticas corruptas. Dialogar con él, reconocer sus méritos y exigirle que cumpla aquello que hace claro en sus palabras, implica más responsabilidad, más generosidad, más compromiso. Nos sitúa libres para pensar por cuenta propia. Nos obliga a actuar con autonomía y no bajo el sello de una masa que apela a su fuerza y a su ferocidad para amedrentar ante las injusticias. Tratarlo con justicia nos exige reconocernos igualmente humanos. Nos impone ser justos y con integridad pedir igual justicia.

Necesitamos despojarnos del romanticismo histórico e ideológico. Renunciar a la zona de confort que nos brinda reducir la política a buenos y malos. Pues la violencia solo engendra más violencia. El odio solo sabe crecer y destruir. Miremos hacia nuestros países hermanos del sur. En medio de ciclos virtuosos de compromiso social con las personas más necesitadas, llevan a sus sociedades a la polarización para que se libren las batallas de la política a costa de sus propios ciudadanos. Persiguen la disidencia con la misma convicción obtusa de destruir todo lo que atente contra sus ideas. Niegan conciliar un punto medio. Queremos que los intereses del capital cedan ante las necesidades de la vida, pero no queremos ceder ante las necesidades de la vida pacífica. Vivimos tiempos en los que la conciliación es el único camino para la justicia. Atrevámonos a construir un mundo nuevo en el que todos quepan en igualdad de circunstancias y vivan en igualdad de derechos, sin necesidad de sangre de por medio. Sin vencedores ni vencidos. Sin apelar a una victoria que se erige gracias al asesinato de otros.


Y tú... ¿a quiénes consideras tus enemigos?




Lindo domingo de sol, tengan ustedes
queridas tortugas.







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