jueves, 20 de noviembre de 2014

juicios y prejuicios...

Al conmemorar el aniversario de la revolución mexicana, el día de la Filosofía, la declaración universal de los derechos de niñas y niños, en México, hoy, se ha hecho un llamado masivo para expresar la suma de indignaciones que ponen en tela de juicio el buen curso de nuestras instituciones. Sin excusa, es importante que tales actos de viva democracia tomen cauce a través de las distintas vías de la paz y en pleno respeto de nuestras leyes. Porque las injusticias deben encararse sin violencia.

No coincido con quienes quieren hacer del acontecer nacional un botín de inconformidades, odios y nuevas injusticias. Desconfío profundamente de los discursos, orquestados desde el primero de diciembre de 2012, que anhelan ver sus expectativas cumplidas, ver sucumbir a nuestro presidente y contar con la certeza de que serán actos autoritarios y de exterminio los que rijan este sexenio. Estoy convencida de que el Estado se ha fortalecido por los caminos de la paz y de la ley. Y que, quienes insisten en ver todo desde la oscuridad, solo hacen eco de sus prejuicios aprehendidos y se niegan a mirar bajo la lupa otras acciones importantes en marcha (gracias a la voluntad efectiva de quienes componen nuestra clase política).

Hemos visto repetirse esta historia una y otra vez. La voz de protesta nace con un acto legítimo y poco a poco transmuta en una suerte de neurosis colectiva que nos impide ver el lado constructivo de las cosas. Una prueba de fuerzas y un arrebato de amenazas contra el orden púbico y contra las autoridades, como si quienes salen a las calles gozaran de otros derechos que el resto de la población. Admiro y apoyo las movilizaciones en aras de la construcción de un mejor país para todos nosotros. Pero me desapego de quienes creen que la violencia es una vía para tales fines. Con más determinación de quienes concentran la fuerza de su lucha en la oposición rotunda y fanática, sin miramiento alguno a alcanzar soluciones satisfactorias, porque de antemano han descalificado a todos sus interlocutores.

Aplaudo que el presidente y la primera dama hayan tomado acciones para dar razón de sus propiedades. Creo que era innecesario frases como "yo no lo voy a permitir" o personalizar en demasía estos ataques, como si no estuviera en juego la credibilidad misma del Gobierno de la República. Como tampoco era necesario hacer énfasis en que la ley no los obliga, pues cuando se trata de fortalecer el Estado Democrático, vale la pena ir más allá de los mínimos que nos exige la ley y dar todo de nosotros con verdadera vocación republicana. Pero el hecho es que, más allá de algunas formas que pueden no ser de nuestra predilección, nuestra voz ha sido escuchada, respondida. El contrato en el que hubo señalamientos de conflicto de interés ha sido ya revocado. Y la casa en cuestión ha sido puesta en venta, lo cual no es una decisión menor. Y es una señal valiente de compromiso y voluntad de conciliación entre intereses particulares y el interés público. Habemos quienes podemos preferir un estilo austero para el ejercicio de la política y abonamos acciones en esa dirección. Pero en México no es un delito ser rico. Sí es ética y políticamente reprochable que el reflejo de nuestras desigualdades se haga evidente, precisamente, en manos de quienes están a cargo de nuestro proyecto de país. Pero de facto ninguna de nuestras garantías está directamente afectada en el enriquecimiento lícito de nuestros ciudadanos. 

Lo que sí atenta contra nuestras garantías es la corrupción y el enriquecimiento ilícito. Ambos, delitos que deben perseguirse por las vías de la ley, con pruebas y bajo el escrutinio de jueces calificados. No bajo la forma del amarillismo ni de la pancarta irreflexiva, como si se tratase de una cacería de personas a las cuales se quiere aniquilar. Tampoco es justo desarticular todo el discurso del Estado y apostar a su fractura sistemática. Tomar como pretexto errores humanos individuales para derrocar instituciones a diestra y siniestra. Deleitarse con la vergüenza pública desmedida y fomentar la desconfianza y el desprestigio de todo lo que nos sustenta. Pues, queramos o no, somos un país en vías de reconstrucción, estamos enteros para dar frente a las adversidades y debemos ser generosos en aras de fortalecernos y no, con mezquindad, acrecentar nuestras debilidades.

Es más importante reflexionar sobre las desigualdades, cuestionar el enriquecimiento ilimitado a costa de la miseria masificada. No en vano contamos entre nosotros con el hombre más rico del mundo. Pensar en conjunto con miras a remodelar nuestros imaginarios del poder y aprender a vivir en concordancia con la realidad nacional. Pero, insisto, el problema no es que unos sean más ricos que otros, que algunos sean muy muy ricos, que nuestro presidente atesore un patrimonio envidiable, el grave problema que enfrentamos como país es que convivamos con la miseria, que millones de mexicanas y mexicanos no puedan acceder a esta misma riqueza. La pobreza y la desigualdad son las motivaciones comunes a las que debemos orientar nuestros esfuerzos y sumar voluntades, en vez de restar con odio, al compromiso obligado de ser un país rico en todos los sentidos y de que nuestra población sea también próspera y abundante en sus garantías de enriquecimiento lícito.

Aplaudo la firmeza y determinación de Enrique Peña Nieto para ver crecer en México los frutos de la paz. Y confío en que, a pesar de las tempestades que lo amenazan, del clamor de odio que ejerce presiones perversas para que nos muestre una cara autoritaria, él sabrá actuar con responsabilidad, entereza, honestidad y compromiso. Y sé, privilegiará el diálogo y sumará voces que, así como hoy piden justicia, mañana reconozcan que sí contamos con un proyecto de Nación y que claro que vale la pena luchar juntos por él. El debe saber que no está solo y que México verá renacer una época de total florecimiento, gracias al esfuerzo de muchos, de todos y gracias a la valentía de su labor. Gracias.

En lo personal vivo al ritmo de los tiempos, mi cuerpo se conmueve al ritmo del clima y no hay nada que me sea indiferente. Soy sensible en demasía. Incluso mis afectos me repelan por no aprender a callar el signo de mi piel que ante todo se transmuta. El desconsuelo de los últimos años me ha hecho preguntarme si es aquí donde quiero fincar las raíces de mi vida y he estado tentada de partir, en más de una ocasión. Pero, en definitiva, decidí quedarme. Porque tenemos mucho trabajo por hacer. Y porque quiero contribuir a que todo lo bueno que podamos hacer se vuelva realidad. La esperanza renacida, que despierta en mí escuchar a las figuras públicas que tienen a su cargo la gran responsabilidad del bien común, es para mí un indicador de que conciliar nuestras diferencias es una tarea irrenunciable y que reconocernos unos a otros virtudes es un ejercicio de vida democrática que no deberíamos desdeñar. No renunciemos a crecer y construir una historia al margen de la violencia. No nos conformemos con señalar culpables. Asumamos el reto de creer que es cierto que el orden de lo público nos pertenece y que podemos depositar en él los caminos de la paz y del crecimiento económico. Sumemos. Pues la historia nunca está escrita y regresar, una y otra vez, a los escenarios del pasado, solo nos priva de la posibilidad de hacer una nueva historia. Convirtámonos todos en el Estado que anhelamos y reconozcamos en nuestras instituciones la valía de su trabajo.


Y tú... ¿por qué odias a Enrique Peña Nieto?



Reciban un aliento de tortuga...
Feliz día de la Filosofía!!


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