jueves, 17 de julio de 2014

tres tiernas virtudes...

La del corazón, la de la piel y la del entendimiento.


En el corazón vibran todas nuestras experiencias de vida, su compás se nutre de la sangre que fluye por nuestras venas y su memoria se acompaña de todo nuestro código genético. Conforme maduran nuestros estados de conciencia, el misterio de este órgano vital logra darnos unidad en nuestro latir y conformar nuestro signo primero de identidad: el sabernos una persona cifrada bajo un nombre, un apellido y caracterizada por todas las notas de nuestro carácter y nuestra personalidad, acotados a una historia de vida única. La virtud del corazón es sentir al mismo ritmo de otros corazones y expresar con ternura nuestra humanidad. Con una palabra, una mirada, un abrazo, un solo gesto que logre identificarnos con otro ser humano. El lenguaje del corazón, el amor y todas sus formas de expresión, es el lenguaje de un tierno respiro que deja ir todo lo que lo ata y somete solo para fluir con una canción, sin temor a desmoronarse. De esta virtud nace la caricia y el elixir de la piel.

En la piel, en nuestro lenguaje corporal, habita el aliento de nuestro deseo sexual. El más sublime de todos nuestros deseos. Solo con ternura se logra descifrar el código de nuestro cuerpo. La única caricia capaz de satisfacernos es aquella que se detiene con asombro frente a la magia de nuestra pulcra desnudez. Es la caricia que sin prisa recorre todos nuestros contornos. Con generosidad descifra aquello que nos gusta y enloquece, sin violencia se envuelve de nuestro olor, con complicidad nos comparte el sentido erógeno de su sexualidad. La virtud de nuestra piel se expresa con total plenitud en el abrazo que hace de dos corazones uno, en tiempo y espacio, tras un instante de éxtasis que nos regala descansar sin otro pensamiento que el de perseverar en tal abrazo. La ternura de la piel no acepta ser violentada con formas caprichosas de nuestro dominio. Pues ante cualquier intimidación que vulnere nuestra plenitud sexual, nos negamos no solo nuestro ser virtuoso, quebrantamos, con ello, nuestro suave sentir sin temor, nuestra ternura, nuestra confianza, nuestra libre desnudez. Y es quizá ésta la más ardua de todas nuestras virtudes. Pues la piel no miente. Y para que un encuentro sexual participe de lo sublime, se requiere que medie tal entrega tierna y serena, con generosidad, sin premuras, sin insultos ni amenazas perversas, sin dolor alguno, sin dominio y una vez anulada por completo nuestra voluntad de poder. Solo así dos cuerpos pueden descubrir el milagro de convertirse en uno, de consagrarse, de amarse, darse con entrega y satisfacerse al acrecentar el placer del otro. Dos placeres acrecentados para satisfacer su sagrado deseo sexual. Esta es la virtud por excelencia, la única dadora de vida, la que nos compromete con la crianza, con el amor incondicional y con un proyecto de vida común. De esta virtud nace la comprensión y el entendimiento.

La virtud del entendimiento radica en nunca querer tener la razón, en no regocijarse en los destellos de verdad, ni someterse o querer someter a los demás a nuestra forma propia de comprender el mundo. El entendimiento se interroga sin descanso. Solo así accede a otras formas de comprensión y expande sus fronteras gracias al aprendizaje que brota de cada interrogante. Gracias a la humildad que se regala ante cada incomprensión que experimenta. No es solo latir al compás de otros corazones, no es solo satisfacerse al ritmo de otra piel, es acrecentar nuestras ideas gracias al pensamiento de los otros: pensar en sintonía. Y la ternura que encierra esta virtud es la que más escasea en nuestros días, en donde el culto a la inteligencia nos ha convertido en esclavos de nuestros breves puntos de vista. El suave escuchar, el tierno hablar. Esa palabra que no necesita agitarse. La voz que no se exalta. La escucha que no desespera. El juicio sin valor. La expresión sin opresión. El diálogo sin suspicacias. La honestidad libre de perversiones. El entendimiento profundo de múltiples lenguajes enlazados que no compiten entre sí, por el contrario: se acrecientan gracias a su apertura plural. No como una pose del ejercicio de cualquier forma del poder. Ni como una falsa condescencia. No con soberbia paciente. Ni con arrogante silencio. Sin ocultamientos. Con serio respeto hacia todas las otras formas de ser. Con generosa aceptación. De esta virtud nace el verdadero sentido del humor, la risa del absurdo, la autoaceptación, el reírnos de nosotros mismos. La sonrisa que no conoce la burla.


Y tú... ¿quieres construir una vida virtuosa?


Eternos días de amor, plenitud sexual y sincero entendimiento...
Virtuosas y tiernas tortugas.




No hay comentarios: