sábado, 23 de mayo de 2020

el territorio...

... de la pobreza.



Nuestro dolor más grande como humanidad se recrudece y se vuelve evidente en su verdadera dimensión y gravedad a la luz de la pandemia mundial. Recordar lo humanos que somos. En tanto tales: frágiles. Despierta la empatía hacia lo otro... el ambiente (el entorno común y la naturaleza)... hacia el otro... igual a mí. La incertidumbre ante la muerte, ante nuestras certezas económicas, laborales y financieras hace temblar nuestro cimiento. Nuestros pequeños rincones de seguridad en donde todo tenía un curso normal. En donde cualquier cuestionamiento a nuestra forma de vida no iba más allá de la posibilidad de hacernos preguntas morales o colmarnos de ideales. Siempre con cierta resignación ante la imposibilidad de ver cambios profundos en nuestro estado de ser, en el estado de las cosas. Con cierta indiferencia. Con estremecimiento. Con violencia. Con miedo e inseguridad. Dentro o fuera de la ley. Inconformes. Pero complacientes. Y en el lado más dramático: quienes sin tener nada, ahora, lo han perdido todo.

Tenemos un problema de antaño. La desigualdad. Misma que muchas veces se traduce en pobreza extrema y miseria. El riesgo hoy es que, en vez de desiguales, seamos todos carentes. Carentes de salud... carentes de alimentación ... carentes de bienes de consumo... de oportunidades para construir un proyecto de vida solvente y sustentable... de certezas para crecer como seres humanos y desarrollarnos. Carentes de un espacio común en el cual todos podamos respirar. Carentes de biodiversidad biológica. De mares y ríos. De selvas y bosques. Carentes de vida... de vida humana.

Y tenemos un dato que no podemos subestimar bajo ningún esquema de solución posible: somos iguales precisamente porque somos diferentes. No hay un individuo idéntico a otro. Todos somos igualmente humanos... justamente: porque ser humanos es contar con un identidad irrepetible. Ahí, nuestra condición libre. De otro modo seríamos objetos, máquinas, instrumentos, conceptos vacíos, un número dentro de la sumatoria de cualquier indicador. Una masa sin sustento. Sin voluntad. Porque aparejado a nuestra libertad está el acto voluntario que nos hace capaces de ser autónomos. No hay pobreza más grande que no asumirnos como tales: fuertes. 

La historia de toda comunidad se traza entre el entramado de circunstancias que propicia nuestra fragilidad para sobrevivir y nuestra fuerza para crecer.

El paso del fuego a la máquina es un claro ejemplo de todo lo que somos capaces de construir para sobrevivir. Y en este crecer lo que se expande es nuestra libertad y con ella, o gracias a ello, nuestra toma de conciencia de las consecuencias de nuestros actos de vida para subsistir. Ha sido gracias a distintas formas de enajenación que hemos podido fundar y refundar nuestras instituciones vitales. Siempre a través de la mediación del esfuerzo por ponernos de acuerdo: en tanto voluntades dispares e independientes. Con más o menos violencia. Sumando tales voluntades en distintas formas de reunión y agrupación. Bajo también innumerables códigos. Con excesivos sometimientos. Bajo los cuales siempre ha privado la desigualdad social. Las jerarquías. Distintivos de status y estratos heterogéneos: interconectados por distintas claves de control y autocontrol social. Bajo el orden de la ley. Ésta también se ha trasformado a través de la historia. Comprendida hoy como la aspiración más grande de pertenencia e igualdad. 

Estamos en una época en donde ya tomamos conciencia de que ni la violencia ni el sometimiento son las vías para construirnos plenos y con pertenencia a un espacio común. Y, por eso, también cada día duele más que todavía existan resabios de barbarie en nuestros entornos e imaginarios sociales. Que no todos nos encontremos en un mismo proceso de desarrollo y crecimiento. Y tantas personas vivan al margen de la riqueza que hemos sido capaces de construir.

Estoy convencida de que es tiempo de dejar de mirar atrás y buscar culpables de porqué somos quienes somos hoy y vivimos como vivimos hoy. Es tiempo de encontrar soluciones. Ahora que con más ahínco hemos comprendido que algo de cómo vivimos no sirve más para el modo en que merecemos vivir como seres humanos. Y que tampoco podemos arrasar con nuestro ambiente, a nuestro paso... porque ya sobrevivir ha tomado un nuevo significado. En tanto cultura o al menos conceptualmente, es decir, en tanto una suma de deseos a los que aspiramos.

Así que tenemos dos problemas. Por una parte, cómo garantizar que todos los seres humanos del planeta accedan a los bienes de consumo que existen, desde lo más básico (fisiológicamente), lo fundamental (culturalmente) y los lujos (independientemente de la proporción que tales signifiquen en el contexto y circunstancia de cada quien; el lujo es la sofisticación de la cultura... es algo a lo que no podemos renunciar sin renunciar a nosotros mismos, nos es inherente). En donde todo es necesario porque no hay solución económica que pueda ser efectiva si no tomamos en cuenta la diversidad de formas de vida y de valores de cada quien, las distintas culturas, los distintos hábitos, gustos y preferencias. El entorno de condiciones que hacen que seamos vida humana (justa) y no sólo sobrevivencia genética (rapaz). Que seamos felices del modo que cada quien valore aquello que quiere sea parte de su vida cotidiana. En donde se propicie la reconciliación con nuestro fuero interno y nuestra capacidad de crecer moralmente y ser personas éticas (por ende: personas apegadas al estado de derecho). Y se cumplan la suma de anhelos y aspiraciones que le dan sentido a la vida de cada persona. Por otra parte, cómo transitar a este esquema de desigualdades justas a la par que hacemos cambios en la forma en que se sustenta la productividad económica, es decir, sin lastimar más nuestros recursos vitales (la vida humana: libre, autónoma y creativa) sin violentar más los recursos de la naturaleza (que no son nuestros, ante ellos necesitamos protegernos y de ellos necesitamos subsistir).

Cómo acceder a todo lo que producimos (bienes y servicios), sin exclusión. Cómo producir con criterios de equidad y sustentabilidad, sin destruir. Cómo nos convertimos en seres igualmente ricos, en tanto cada quien acumule distintos grados riqueza. Sin rivalidad.

Lo primero, que yo sugiero, es renunciar a tres muy malos hábitos: el sacrificio, el dogma y la segregación. Y a la forma en que tales distorsiones morales corrompen nuestra vida económica.

El sacrificio nos remite a una relación moral con la riqueza en donde se le da un valor a la persona por lo que tiene y no por lo que es, en  donde tener implica una deuda de algún tipo, en donde ser austero e incluso pobre otorga una suerte de dignidad superior, en donde ser rico implica alguna suerte de pecado. La contradicción de todas estas circunstancias nos arrastra a todo tipo de locuras. Porque por un lado valoramos el dinero y por otro lado lo despreciamos, queremos disfrutarlo pero también nos lleva a episodios de culpabilidad. En el medio, se entrelazan un sinnúmero de relaciones humanas que se basan en el chantaje y en el control. Nos señalamos los unos a los otros a partir de la forma en que nos relacionamos con nuestra propia riqueza o pobreza. La lástima. El orgullo. El desdén. La caridad. La soberbia. La falsa sumisión. El hipócrita respeto. El ocultamiento. El exhibicionismo. El complejo de modestia. El juicio, aprobación y desaprobación, entre pares y no tan pares. El aplauso o la condena. Rencores y resentimientos. Quien tiene el dinero es quien tiene derecho a tomar las decisiones. Quien no lo tiene, tiene que aceptar las reglas en desventaja. Y todos necesitamos por igual tales medios para acceder al consumo. Se contamina tal circunstancia por todas las relaciones de poder que se interponen para simplemente vivir. El amor, el afecto, el cariño... se trastocan. Nuestra relación con nosotros mismos se rompe. En el límite: los horrores de todo lo que estamos dispuestos a hacer por obtenerlo. México ejemplo por excelencia. Violencia, inseguridad, criminalidad, corrupción, etc. Aparejado del supra valor de que para contar con él debes ganártelo, merecértelo, trabajar tan duro que puedas disfrutarlo sin culpa alguna. Porque eres bueno. Porque haces lo que es correcto. Entonces mereces tener. De ahí el sacrificio. Si no sufres lo suficiente no lo mereces lo suficiente. Ricos y pobres viven una relación de sublimación total ante la posibilidad de acceder a sus medios de subsistencia. Y el mérito no es vivir, el mérito es renunciar a la vida. Estamos atados. Y las más de las veces es tal culpa... lo que nos impide ser más solidarios. Pero hay que ir más lejos, todavía, en esta reminiscencia ancestral al sacrificio. Debemos también revisar nuestros indicadores económicos y desproveerlos de tales juicios de valor implícitos en ellos, así como, en su impacto en la teoría del valor. Empezando por poner a revisión algunas de las coordenadas que cifran lo que conocemos como "costo de oportunidad" y algunos cimientos de la teoría marginal. Hay que dejar de depositar el peso de la balanza del valor en el límite, en lo ausente, en lo que se pierde, en lo que no se tiene, en lo que se podría llegar a perder, en lo que se podría llegar a tener, en lo que se sacrifica... en lo que se gana a través del sacrificio. A través de la carencia. Conservando su utilidad operativa y práctica, en tanto parámetro.

El dogma, en este caso, yo lo asocio a dos falacias económicas a las cuales nos atamos de manera enajenante o enajenada. Los recursos escasos como condición incuestionable y la imposibilidad de acrecentar la liquidez monetaria dentro de las reglas por nosotros mismos autoimpuestas. 

Nos atamos a ciertas ideas introyectadas en nuestro imaginario cognitivo, teórico y social acerca de las condiciones de posibilidad de nuestras alternativas económicas para producir y administrar la riqueza: los recursos con los que contamos. Y no cuestionamos qué significa que tomemos como punto de partida, para el análisis económico y la decisión en materia de políticas públicas, así como en cálculos de rentabilidad, que los recursos son escasos. Parece obvio. El planeta es finito, nosotros somos finitos, es finita la materia prima, es finito el dinero, son finitos los bienes de consumo, son finitas las condiciones de producción, es finito el ingreso... es finito el gasto, como finitas son las ganancias y las pérdidas, los costos y los beneficios. Tanto en casa, como en el Estado, como en la iniciativa privada, existe una restricción presupuestaria. Establecida por distintas condiciones y variables económicas. Y, ciertamente, necesitamos un parámetro de restricción para modelar cualquier estructura del gasto. Ahora bien, que nosotros acotemos nuestro marco de análisis a un espacio acotado de recursos no significa que, en sí, son así de acotados.  Y, lo más importante, no significa que tengamos siempre que tomar una decisión entre sacar de aquí para poner acá, como si no hubiese otras alternativas, en especial cuando se trata de gastos sustantivos. Creo que en el punto en el cual nos encontramos hoy, hemos ya alcanzado un consenso en que hay gastos que no se pueden postergar ni excluir, ya que el costo es mucho mayor de lo que pudimos imaginar o de lo que podemos llegar a solventar para garantizar nuestra vida. Nunca como hoy es evidente que si no garantizamos un ingreso suficiente, no podremos salir adelante en medio de la crisis económica que ya existe a causa de la pandemia. Así como tampoco situaría la discusión entre si una acción u otra es mejor para enfrentar tal crisis, en estos momentos hay que tomar el cúmulo de acciones en su conjunto para entre todos garantizar nuestra sobrevivencia a corto, mediano y largo plazo. Y, lamentablemente, nuestro país se está quedando atrás en tal encomienda. La oportunidad que se abre ante nuestros ojos es que aprendamos no sólo a garantizar nuestra sobrevivencia: aprendamos a construir una economía para una vida igualmente digna para todos. Como un gran despertar que nos hermane. Y de que nos despojemos de la idea de que medidas asistenciales y clientelares, más allá de una coyuntura de emergencia y paliativa (muy acotada en el tiempo), ayudan a este propósito. Esta no es la solución.

¿Cuál es, entonces, la enajenación a la que me refiero? Estamos viendo la lógica de la naturaleza de nuestra relación con los recursos de manera inversa. No se trata de cuánto tenemos y cuánto vale lo que tenemos para calcular su mejor uso e inversión: y de ahí obtener riqueza y crecimiento. Se trata de cuántos somos y qué necesitamos, como parte del principio de realidad para lo cual tiene sentido la economía. Como punto de partida. No podemos seguir modelándonos a nosotros mismos como un anexo accidental dentro de la toma de decisiones para resolver nuestra sobrevivencia. Debemos comprendernos como parte esencial de los recursos a nuestro alcance. Finitos pero no escasos. La variable población se está subestimando y sólo se está tomando en cuenta como gasto, costo, fuerza de trabajo o parámetro de productividad (... y como índice de pobreza). La pregunta no es cuánto empleo podemos generar dados ciertos recursos escasos. Relativamente acotados, de acuerdo con los parámetros con que se midan. La pregunta es qué tenemos que hacer para generar los empleos que necesitamos para que todos cuenten con una fuente de trabajo. Partiendo del hecho de que cada persona es un insumo, no un instrumento más. La premisa tendría que ser: si es el caso que hay un ser humano, es el caso que hay un empleo. El trabajo es inherente a nosotros mismos. Es parte de nuestra condición vital. No es un accesorio a nuestro ser propio. Es el sentido mismo de nuestra existencia. Estar ocupados en aquello que hemos sido llamados a llevar a cabo es lo que marca rumbo, dirección y disciplina a nuestro quehacer cotidiano. Somos nosotros quienes le damos valor al trabajo, no al revés.

No cuestionamos el plusvalor, los intereses bancarios, los valores bursátiles, la especulación monetaria... porqué sí cuestionamos la posibilidad de que exista un excedente vital (monetario) que se infiere del valor de la vida de cada ser humano. Qué nos lo impide. Somos nosotros quienes hemos inventado todo este sistema de valores, es nuestro. Porqué nos atamos a él como si se tratase de leyes fijas de la naturaleza ante las cuales sucumbimos y nos ahorcamos... La única manera de desatar nuestro sistema económico es agregar valor, agregar recursos con base en nuestra propia vida como parámetro. De tal forma que ningún ser humano quede excluido. Es decir, sólo por el hecho de nacer, existe un incremento en la reserva de riqueza con base en la cual se solvente su desarrollo vital: en cuanto a derechos humanos se refiere. No como redistribución ni como concentración del gasto en el Estado. Pero sí como el respaldo con el cual se ejecute y solvente tal gasto, incluidas la renta básica que debe ser más que básica, la posibilidad de los salarios solidarios, incentivando generación de empleo como ganancia y no como costo. Un dinero que nace, y se respalda, en todas las variables que constituyen una vida plena, una vida digna, sin sacrificio, sin rivalidad, sin exclusión. Ceteris Paribus. Manteniendo todas las demás variables constantes. Garantizando condiciones efectivas de mercado e inhibiendo la inflación. Con regulaciones adecuadas. Disminuyendo peso a la carga fiscal y aumentando, por inercia, la recaudación. Esta más dirigida a gastos de administración e infraestructura, gobernabilidad y garantías del estado de derecho, en especial la seguridad pública. Y toda la inversión en desarrollo humano se asume como auto sustentable sólo por el hecho de ser humanos. Al margen de todos los espacios de libertad y de mercado para acceder a los bienes y servicios básicos, fundamentales y de lujo. Y con tales reservas surgidas de cada persona se respalda todo el costo de servicios que el mercado no puede solventar con márgenes de rentabilidad competitivos. De otro modo, el Estado no puede atajar las fallas del mercado, ya que su presupuesto está limitado a la recaudación, es decir, está limitado a las mismas limitaciones que impiden contar con el excedente necesario para ir más allá del universo monetario en el cual se gestan tales fallas de mercado. O las limitaciones del mismo para invertir, con eficiencia y eficacia, en todo aquello que el Estado está obligado a proveer. Y construir esquemas mixtos de inversión en donde, es obvio, es un imperativo que los convenios y acuerdos se apeguen a la ley y no busquen un provecho que exceda los parámetros estrictamente económicos dentro de los cuales hacer un negocio se vuelve razonable. En este sentido... cualquiera que sea la solución que encontremos... sólo será la ética lo que logre que obtengamos los mejores resultados de ella. 

La segregación, en cambio, apela a una distinción natural de clases o tipos, más o menos valiosos, de seres humanos y/o de formas de vida. Aunado a la falacia naturalista de la racionalidad egoísta (económica) como condición humana. Todavía existe el instinto de distinguirnos por castas. Bajo lo cual justificamos el hecho de que nuestras diferencias se traduzcan en desigualdades injustas. Nos resistimos a comprender que las jerarquías no son sustanciales ni sustantivas. Son de otro orden. Son operativas, prácticas, organizativas, efectivas y eficientes. Sin por ello indicar que de ellas se derive un menor valor o mayor valor para la vida de uno u otro ser humano. Pensar que ciertos trabajos valen menos que otros es un acto de segregación. Lo que vale de todo trabajo es el ser humano que lo realiza. De ahí que haya un mínimo de valor que no puede cuestionarse, pero un mínimo real y en concordancia con el costo de la subsistencia digna. Sin mezquindad. Las diferencias justas que se tejan en el entramado de las leyes del mercado son de otra índole y no deben justificarse nunca bajo la premisa de clase, herencia o cofradía alguna. Y en ese sentido, es justo el esquema progresivo de recaudación de impuestos. En equilibrio con aquello que recibo y aquello que puedo retribuir al espacio común, de acuerdo con mis posibilidades. Romper con la lógica del más fuerte, reminiscencia de la caverna. Es un error reducirnos, y peor aún reducir nuestro trabajo, a una lógica de aniquilación. En donde volverme más competitivo es vencer a otro. Tener un salario es, en consecuencia, evitar que otro tenga un salario. Ser más competitivo es ser mejor en el desempeño de mis labores y eso tiene un precio, un precio de mercado (tomando en cuenta las consideraciones previas ya desarrolladas). Y sí necesitamos mecanismos para que cada quien se ocupe en donde logre ser más competitivo y acceder a una mejor remuneración. Estableciendo también reglas para que no existan brechas injustificadas entre una remuneración y otra. Recordemos: todos somos igualmente humanos, nuestra vida vale sólo por el hecho de ser humanos y somos una medida de valor. Es decir, bajo el principio de que todos cabemos. Porque quien no cabe muere de hambre. Y en el proceso... su vida se deteriora, la sociedad se rompe y la seguridad pública se quebranta. Si modelamos la economía con principios de sobrevivencia rapaz no debe sorprendernos que quienes quedan fuera del sistema no tengan otro camino que una sobrevivencia aún más rapaz. Apostamos a reinstaurar un estado primitivo, de segregación, y estamos sufriendo las consecuencias. Olvidamos que somos un ser capaz de sofisticarse a sí mismo, de construir ciencia, tecnología, cultura y arte. Y que todo esto en su conjunto es la parte más valiosa de nuestra riqueza humana. Y es en esta armonía de la plenitud en donde sí somos capaces de acrecentar el valor de nuestra propia vida de formas inimaginadas y sin necesidad de competir. Sumando. Es entonces cuando el honor a la excelencia y el ejemplo cobran su verdadero sentido. En donde el mérito y el reconocimiento es un festejo colectivo. En donde nos regalamos la posibilidad de admirarnos unos de otros. En tanto diferentes. Ayudarnos unos a otros. En tanto iguales. Ser solidarios. En tanto humanos. 

Y en este contexto, sumando las tres reflexiones, hay dos piezas clave: la educación y la democracia. Que juntas hacen efectivo el estado de derecho.

En conclusión, resulta ser que podemos ser felices sin culpa, todos los países son sumamente ricos y ninguna de nuestras diferencias justifica que nos destruyamos unos a otros para sobrevivir. Y de paso... quizá es tiempo de asumir la deuda como un costo hundido y construir un esquema más realista y humano para que el crédito sea una renta dinámica que se autoabastece a sí misma, una suerte de ahorro anticipado que se multiplica en continua autoregulación para subsistir y ser un medio de subsistencia, recíproco. Sin ataduras, sin sacrifico, sin dogmas y sin segregación. Ese espacio en el cual lo finito y lo infinito se entrelazan y, en vez de someterse, pueden aprender a bailar con alegría y abundancia. 


Y tú... ¿quieres vivir en un mundo nuevo?





Feliz y dichoso
sábado lleno
de magia de tortuga
...





No hay comentarios: