miércoles, 20 de mayo de 2020

la fuerza...

... de las mujeres.




El primer síntoma de nuestra cultura patriarcal, machista y/o misógina... es la negación. Mientras más un ser humano (sea hombre o mujer; sin distinción de su orientación sexual) se niega a reconocer la opresión social que todavía prevalece sobre nosotras, más se recrudece tal opresión. He escuchado un sin número de pretextos y buenas razones para defender el hecho de que no hay tales condiciones de desventaja entre mujeres y hombres. La mayoría de ellas deposita en nosotras la carga de tal desigualdad. Me sigue intrigando en qué se funda el odio ancestral hacia nuestro ser mujer. El oprobio que sigue siendo que seamos libres, fuertes y felices. La pertenencia que las instituciones creen tener sobre nosotras, nuestra vida y nuestros cuerpos. Si bien no comparto combatir la violencia con agresión ni violencia. Creo que es la sobreviviencia lo que a veces nos orilla a posicionarnos con rabia para defender lo que nadie nos puede conceder como una suerte de favor: nuestra igual dignidad.

La dominación hacia las mujeres ha sido una estrategia de orden público durante siglos. Se ha manifestado de diversas formas, envueltas en tradiciones, como una expresión de poder y control sobre la vida de las poblaciones. Y en este contexto, no es menor desdeñar las violencias que enfrentamos. Cuando se señala tal violencia se amenaza con desmantelar todo un entramado de comunicación en el cual nuestra menosvalía sostiene las fallas de carácter de quienes nos acompañan. Dado que no es real tal menosvalía, tampoco es legítimo que nuestros compañeros desdeñen el esfuerzo ético que les exige su propia vida.

Fomentar y envalentonar tales dispositivos, de menosvalía femenina y pereza moral masculina, como forma de comunicación con la población es una suerte de complicidad con tales violencias. Es una forma de corrupción. 

Hay teorías que todavía defienden, en sus nuevas vertientes socio-políticas, este falso paradigma de que el hombre es el eje rector, la disciplina, el orden, la cordura, la moral, el héroe. Y que a las sociedades lastima perder tal supremacía. Incluso se asocian ciertos padecimientos mentales y psicosomáticos a la ausencia de la "autoridad" paterna. La falsa apariencia de que no somos humanos, sino primates, que en tanto homologados necesitamos de un mono alfa para vivir en sociedad, vivir en orden. En el cual todas las menosvalías femeninas sean protegidas y toda pereza moral masculina sea sublimada. Es la base de todo patriarcado. Como si no hubiésemos ya superado tal fase primigenia. Como si no fuéramos mucho más que tales genes compartidos. Simplificando, así, nuestra vida a una falaz natura que, para pesar de nuestro esfuerzo inteligible, es mucho más compleja de lo que nos gustaría admitir. 

Así como, hay mujeres que creen que pueden reivindicar todo aquello que nos fue negado: optando por tal función social rectora... que en ambos casos se traduce en el desdén por la pareja y el despotismo por el otro. No se trata de cambiar un sometimiento por otro. Se trata de seres humanos viviendo en comunidad. Se trata de compañerismo, de mutuo y libre reconocimiento en tanto personas en igual vulnerabilidad ante distintas circunstancias: vitales, humanas, emocionales, sociales, etc. 

Ojalá tuviésemos un laboratorio para experimentar con nosotros mismos y probar lo que somos y no somos. El único espacio de experimentación es nuestra vida misma. Quienes se oponen al feminismo se oponen a escudriñar dentro suyo y erradicar en sí mismos la violencia heredada por nuestras formas de hacer cultura. 

La suma de asociaciones perversas que circundan tales códigos de opresión se fincan en complicidades que corrompen nuestro ser ético.  Y todavía son muchos quienes callan. Y no, no es nuestro ser moral roto la causa de tales abusos. Son tales abusos los que nos rompen a todos. La corrupción no es causa... es consecuencia. Y aplica para otros casos en los que se prefiere reducir problemas complejos a propaganda de mercadeo, por no afrontar que no contamos con verdaderas soluciones. Tal "santificación" de la corrupción, como concepto vacío, a la par de prácticas que se reproducen bajo el mismo formato de corrupción de siempre, junto con la pretensión de aniquilarla por decreto, es sólo un ejemplo más de todo lo que nos están quedando a deber nuestros gobernantes. Y como siempre... reina la impunidad campante. Antítesis de todo acto de corrupción. Si queremos dejar de ser corruptos, lo primero es tomar conciencia de todos los códigos de convivencia que rompen nuestra fuerza interior y nos impiden ser autónomos éticamente. Todo aquello que oprime nuestra capacidad de pensar por nosotros mismos y construir la vida que hemos sido llamados a ser. 

Y ahora que están de moda los conceptos vacíos... hace falta una importante revisión de la tan maltratada palabra "neoliberalismo". Porque si bien, en términos económicos, este modelo no ha sido garantía de una vida libre y justa para todos (y esto es motivo de indignación y solidaridad, cada día más compartida). Tampoco podemos negar sus virtudes... De las que hoy gozamos. El mercado sí revivifica nuestras economías y nos coloca en la posición de construir cada quien por cuenta propia un ámbito vital más autónomo. Desconcentrando el esfuerzo común de tal manera que cada quien pueda sumar el máximo de sus posibilidades al conjunto social. En términos humanos, esta corriente del pensamiento (incluidas las vertientes que le anteceden y dan origen) siempre se ha colocado del lado de quienes se atreven a elegir por sí mismos quién quieren ser en nuestra búsqueda común por la felicidad. Del lado del aprecio por una comunidad en que nadie tema decir lo que realmente piensa. Como toda teoría, está limitada en su conceptualización de la realidad y más limitada aún en su interpretación para poder implementarse en la práctica. Como pasa con otras teorías. No es posible comprender la debilidad del capital, para garantizar una vida digna para todos, sin la lupa de Marx y sin la riqueza de su herencia para construir sistemas más justos de producción, acumulación de la riqueza y estructuras de valor. Pero tampoco es suficiente su esquema de clases para comprender la riqueza humana ni la relación de libertades entre el Estado y la sociedad. Para este último punto me apego siempre más a Hegel. Quien puso el dedo en la llaga de la enajenación (como el lado negativo del conocimiento, hoy diríamos aprendizaje) y en la experiencia del reconocimiento autoconsciente entre dos personas igualmente autoconscientes, como la vivencia que nos permite ser capaces de reconocer nuestro ser libre, libre de toda forma de servidumbre (y de toda necesidad de someter al otro igual a mí). Así, refundar la aparente necesidad que tiene nuestro proceso (psíquico) de crecimiento de someterse a algún falso concepto (momentáneamente), sólo como un momento previo a la síntesis reconciliada de una verdad de la que somos capaces de apropiarnos mediante la reflexión; una vez superada la aparente contradicción de la enajenación que nos limitaba a comprender tal concepto inmerso en la complejidad de la realidad que lo nombra. Ya no como una cosa atada o que nos ata.  Reflexión que, ya de la mano de Freud, con el tiempo se vuelve capaz de incursionar los códigos inconscientes que nos impiden crecer del modo que hemos elegido. Para, entonces, aprender a librarnos de nuestros propios fantasmas y regalarnos la más profunda libertad que un ser humano puede tener. La de trazar su propio destino más allá de cualquier otra circunstancia ante la cual podamos reconocernos vulnerables. 

La violencia es el grito de nuestra conciencia, autoconsciente e inconsciente, por romper con la enajenación con uno mismo y que, cuando fracasa en su anhelo, transfiere todo su dolor al otro... sometiéndolo y oprimiéndolo del modo en que nuestras ataduras nos reprimen e impiden que nuestra conciencia crezca. Y entonces... negamos que exista violencia alguna.


Y tú... ¿sabes que las mujeres y los hombres somos iguales?




Abrazo con
el corazón
lleno.
Gracias mágicas tortugas!






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