viernes, 11 de noviembre de 2016

sentada...

aquel día...en aquella biblioteca.

Entendí, no sin una fuerte conmoción, cuál fue ese instante en que mi destino había cambiado. Definitivamente, ya no habría vuelta atrás. Es curiosa la manera en que nos negamos a aceptar los frutos de nuestras decisiones. Quizá olvidamos que siempre hay un pedazo de nuestra vida que queda fuera, se clausura, para dar cabida a cada una de las arterias que nos van conformando. Y quizá lo olvidamos porque esa es siempre la parte más difícil de cada una de nuestras decisiones: perder una parte de nosotros. Ahí radica el verdadero miedo a los cambios. La excusa de lo desconocido opaca la pérdida de lo que nunca podremos volver a recuperar. Quizá mucho de esta experiencia es lo que motivó el delirio de la teoría del costo de oportunidad y las limitaciones de la teoría de utilidad marginal.

Yo elegí ponerme en suspenso un largo periodo de mi vida y confieso que fue la mejores de todas las decisiones. En realidad fue un suspenso lleno de intensidades y movimientos incesables. Cuando tomé este camino, realmente, imaginada más tarde que temprano volver al sitio del que partí. Con cierta ingenuidad hegeliana, imaginaba esta recuperación del concepto de la suposición como el simple dotar de contenido real la experiencia. Lo cierto es que ese segundo momento imperceptible que se desdobla en una tercera verdad está a una coordenada, por ínfima que sea, de lo que queremos recuperar y llamamos experiencia, de lo que podemos recordar. De ahí la añoranza de un tiempo perdido en nuestra memoria. Un tiempo que de suyo nunca existió: el tiempo de la nostalgia. 


Ahora bien, más allá de todas estas nostalgias, lo cierto es que lo que se llama destino, en sentido estricto, es precisamente aquello que no puede ser cambiado, ni arrebatado. No hay renuncia libre que nos brinde la opción para elegir cambiar nuestro destino. Si es que acaso fuera cierto que existe tal. Y del mismo modo que la genética, podemos expresar nuestro destino bajo un sin fin de formas y ninguna de ellas puede trastocar nuestra verdadera naturaleza. Por lo que es quizá ahora que estoy más cerca que nunca antes del ser que me corresponde, aún cuando, haya días en que la melancolía me hace sentir que no solo no llegué al lugar que me pertenece sino que me alejo cada día más y más de él. 

Al mismo tiempo, a través de todas estas mutaciones lo único que podemos conservar es el carácter que construimos, el aroma imperceptible y casi inmutable que nos hace ser quienes de verdad somos. Y sin estos ires y venires de los tiempos que forjamos, sin la posibilidad de estas nostalgias, sin el recuerdo de todas las formas en que decidimos desdoblar nuestro ser para perder un poco de nosotros y convertirnos en nosotros mismos... nunca podríamos descubrir el sino de nuestros genes. Nunca podríamos conquistar nuestra verdad. Nunca sabríamos qué es realmente amar... y eso... amigas tortugas: da valía y cuantía a todas y cada una de las travesías que nos conforman. 



Y tú... ¿alguna vez has perdido un poco de ti?

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