sábado, 29 de septiembre de 2007

espacios vacíos

¿Queda algo todavía?

Hasta dónde, hijos,
queréis mi vida?
sólo me queda ese poco
que no se puede dar.
Ya casi no me encuentro:
quisiera reconocerme,
siquiera un momento,
en el agua del tiempo.
[...]

Alaíde Foppa, 1958.


La familia, ése entrampado misterio en el que la filiación te lleva a una cierta renuncia para hermanarte con quienes, cual designio, se forjaron con parte de tu sangre aún cuando a veces extraños parecen ante la luz del medio día. Ciertamente, no basta nacer parientes, hace falta un poco más para ser familia. De todas las orfandades de vida (geográfica, paterna o materna) la orfandad de familia tiene un sino casi cruel. Pues ser arrancado de la patria, vivir la muerte de los padres, definitivamente, son actos involuntarios, son cosas que nos ocurren y que, sin entender muy bien porqué, debemos lograr articular en el sentido de una nueva existencia que sabe perdió un nido irrecuperable y ahora debe tener (y contener) para sí su propio sustento emocional básico. De ahí que este duelo vital sea muchas veces un hito existencial, un antes y después, como si tras un fuerte golpe en la cabeza se empezaran a sufrir todo tipo de trastornos de personalidad. Pero, tener parientes y quedar huérfano de familia es una condición llena de absurdos. Implica una suma de voluntades aminoradas. Renuentes a ir más allá de los sentires mezquinos del egoísmo, ciegas ante el perdón, arrogantes ante los defectos de sus pares, frías ante la necesidad, aparentemente, ajena. Llenas de discursos y buenos razones para justificar lo injustificable. Vidas necesitadas de deleitarse con el sufrimiento fuera de sí para sentirse más fuertes o mejores. Voluntades robadas por el eco del mal. Y todas igualmente responsables de tal confabulada imposibilidad de ser familia hermanada y entera. En especial, aquellas depositarias de la misión de dar confianza y sustento a las generaciones más jóvenes y por venir. Éstas, voluntades obligadas a crecer y madurar para dar la cara a quienes vienen pisándoles los talones y llenos de preguntas.

Ser familia es un reto de vida, podemos tomarlo o renunciarlo. Es un esfuerzo, es el germen de nuestro ejercicio democrático, es la fuente de nuestro aprendizaje en aras por respetar la diferencia y darle a cada quien la dignidad que le corresponde. Es nuestro primer referente de justicia y equidad. Es compromiso y responsabilidad irrenunciable. Es generosidad vivida. Trascendencia, alegría y seguridad afectiva. Amistad y un espacio de cariño incondicional. Festejo y sereno descanso. Y sí, hay muchas formas de hacer y tener familia. Heredamos nuestra familia filial y elegimos hermanarnos o no con ella. A la vez que siempre podemos adoptar otras familias. Y no importa cuán ajena sea nuestra filiación originaria, siempre podremos fincar nuevas y propias raíces. Sin embargo, nada reemplaza ese olor de nacimiento que con pocos (y con todos) compartimos.

Nacer filiados [con] no nos ata o nos obliga, pues familia no puede ser obligación. Pero sí nos interroga sobre quiénes somos y quiénes queremos ser. Sí nos define éticamente. Y cómo respondemos a nuestra herencia filial es parte de lo que nos convierte en las personas que llegamos a ser. Además, esta herencia también rebasa el ámbito familiar y nos da la posibilidad de hermanarnos con la humanidad y con la naturaleza.

¿Cómo puede una familia incapaz de trascender la pulsión básica del niño que sólo quiere para sí, sustentar su historia en causa alguna? Si los vivos no somos capaces de reconciliar el nudo que nos dio vida y nos hizo familia, cómo pueden los muertos ser un legado hacia una nueva forma de pensar y vivir el mundo. Mientras seamos torpes para trascender lo pequeño y pobre de la cotidianidad, mientras seamos sordos ante el amor que nos hermana, nuestros muertos sólo representan la huída, la fuga ante el desamparo de ser parte de una familia huérfana.

Y tú ¿de qué quieres huir?
[...]
Tengo miedo y me busco:
no sea que un día
de tanto pedirme,
sólo encontreís la huella
de un rostro confuso
desvanecido en el agua
del tiempo que huye.


[Alaíde Foppa, 1958, ¿Queda algo todavía? en
"
Los dedos de mi mano", México.]




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